La plaza de abastos

La Plaza de abastos.
La Plaza de Abastos.

Félix Morales Prado. Entonces no había supermercados. La gente se avituallaba en las que se llamaban tiendas de ultramarinos (aunque los productos no vinieran ya de ultramar), de las que en Punta Umbría contábamos con la tienda de Araceli, la de Rita, la del Consumista, la Mezquita, Mantequerías Leonesas, en cuya entrada había dos espejos confrontados en medio de los cuáles aprendí la idea de infinito, y los productos frescos (no congelados, que entonces tampoco había), la fruta, la verdura, el pescado, la carne, se compraban en la Plaza de Abastos, edificio cuadrangular con doble techo a cuatro aguas y tragaluces laterales que estaba en la Calle Ancha, justo al lado de la Calle San Francisco Javier, la única totalmente pavimentada (de cemento) que recuerdo en aquel tiempo.

En este mercado, las carnicerías y pescaderías estaban adosadas a los muros y las verdulerías y fruterías ocupaban el espacio central. El ambiente, siempre abigarrado y bullicioso, lo era más en los meses estivales. Y si es cierto que en todo tiempo los negocios de alimentación se extendían en forma de kioscos a los exteriores de la Plaza y a la Calle de Enriquito, en verano el Mercado se desparramaba por los alrededores con sus puestos improvisados en la arena de aromáticos melones y sandías, que entonces te calaban previamente a su compra, los unos con una pequeña pirámide que te permitía probar su dulzor, las otras practicando una raja que permitía ver la intensidad de su rojo. Detrás de cajas apiladas llenas de sardinas o caballas frescas que asomaban entre el hielo, los marineros vendían el producto de su trabajo de la noche anterior.

Los olores, a fruta, a carne, a pescado, a pan, chocolate, café, especias en las tiendas cercanas, se mezclaban y se discernían a un tiempo creando todo un mundo sensorial junto al espectáculo cromático de las ropas, los toldos, los peces, los perniles sangrantes, las frutas, ciruelas, guindas, melocotones, plátanos y el ruido, voces, gritos, pregones anunciando las excelencias de los productos, toda esa música impresionista confusa que define y dibuja el ambiente mejor que las palabras. Personajes conocidos pasaban por la calle saludando a unos y a otros.

Ahí venía el médico en su caballo colorado camino de alguna visita domiciliaria. Allí, el Trini en el suyo tordo. Julián, que va a comprar unos tollos para ponerlos de tapa en el bar o a la fábrica de gaseosa a encargar unas cajas… Junto a una carnicería, tumbado en el suelo perezosamente a la espera de que le echen pitracos, Mondego bosteza. Es un viejo mastín que carga con la historia o leyenda de haber matado cientos de lobos (número que aumenta paulatinamente en cada versión del cuento) cuando era perro pastor en la Sierra. Ya ha perdido toda su agresividad porque lo caparon. Se estaba volviendo demasiado peligroso. Así que lo caparon y se lo llevó a Punta Umbría su dueño, Don Eloy Martín Mayor. Pero el perro había cogido querencia a la carnicería de Lérida (y supongo que a sus pitracos) y a su vera se pasaba tumbado las horas muertas.



Pasear las mañanas de verano por la Plaza de Abastos, comprar unos churros y desayunárselos con un café en el Bar Julián o El Camarón mientras se leía el artículo de fondo del ABC o del Odiel era uno de esos pequeños placeres estivales impagables. Así como caminar luego por la Calle San Francisco Javier, tranquilamente, con el periódico bajo el brazo, hasta el muelle de las canoas, a recibir en la de las once a la gente que llegaba a pasar su día de playa.

Siempre se daba la ocasión de saludar a algún amigo dedicado a menesteres similares a los nuestros o de acercarse al maestro Don José, eternamente dedicado a la pesca, a ver cuántos habían picado.


Puerto de Huelva

1 comentario en «La plaza de abastos»

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