Juan Villegas Martín y Antonio Mira Toscano. Saltés y el estuario del Tinto-Odiel, lugares estratégicos. De la importancia de la zona que estudiamos es testimonio el croquis que insertamos junto a estas páginas. Forma parte de un documento llamado Puntos observados en el reconocimiento sobre la villa de Huelva y su croquis, elaborado en 1810 para el Estado Mayor español con el objeto de disponer de información suficiente sobre una zona en la que se jugaban importantes intereses en este conflicto. La autoría del documento escrito pertenece al brigadier Antonio Roselló, mientras que el plano lleva la firma de José de Aguado, oficial del Real Cuerpo de Ingenieros conocido en la historia de la Guerra de la Independencia por la elaboración de planes de operaciones y croquis de zonas estratégicas en diversos puntos de España.
Una parte del documento se dedica a analizar detalladamente los caminos y entrada a Huelva desde Gibraleón, con especial interés por los arroyos, vados y puentes que debían ser franqueados en el acceso a la villa. Se completa la información con los caminos hacia Trigueros, la propia Gibraleón, San Juan del Puerto o Niebla, así como con consideraciones sobre las limitadas condiciones de navegabilidad del río Odiel en esta zona, siempre sujeto a las mareas.
Por otra parte, ya en el estuario de nuestro estudio, se hacen algunas breves pero interesantes referencias a las características de la isla Saltés. Así, el informe indica que “los costados de la Cascagera que es la cabeza de la ysla de Saltés que mira al mar, son abordables en toda hora, como así mismo el embarcadero de la casa y la ysla”. Iguales posibilidades para el desembarco se pueden encontrar por la “parte del río de la Arenilla, desde el estero de la Higuera hacia la mar, en varios parages y en mareas altas”.
En lo referente al croquis, este detalla la situación de lo que ya era en 1810 uno de los escenarios principales de la guerra en el suroeste español. Aparte de su interés por los caminos, villas, molinos, salinas, marismas, islas y esteros, no dejan de significarse las fortificaciones preexistentes, como las torres de la Arenilla y Punta Umbría y el castillo de Palos, además de algunos edificios susceptibles de adquirir valor estratégico, como el convento de la Rábida o la casa de la isla Saltés. Destaquemos el interés del ingeniero autor del croquis por un estero en particular, el denominado “de la Mezta o la Calzadilla”, situado al sur de Huelva en una marisma que inundan las crecientes y que “es navegable en pleamar de uno al otro río”. Sin duda tal estero, inexistente hoy por su cegamiento artificial en 1891 (Campos Carrasco 2001-2002: 337), y que aún en la fecha del croquis permitía el paso del Odiel al Tinto sin bajar hasta la punta de la Arenilla, constituía un elemento valioso, tanto para las operaciones defensivas como para las ofensivas. Mientras que Palos parece haber permanecido la mayor parte del tiempo entre 1810 y 1812 bajo dominio galo, Huelva y su puerto fueron, salvo en las primeras fases de la guerra, territorio donde los resistentes españoles llegaron a operar con libertad. Lógicamente, y dado el dominio español en el medio acuático, un estero como el que comentamos ofrecía a las embarcaciones ligeras españolas una vía privilegiada para el hostigamiento del enemigo en el río Tinto.
Como ya hemos indicado, una vez transcurridos los primeros momentos de la invasión, los franceses fijaron su cuartel general en Niebla. Sucesivamente dirigidas por el Príncipe de Arenberg y por el Coronel Rémond, las tropas imperiales adscritas a esta demarcación se dedicarán a asegurar el dominio en la margen izquierda del Tinto, lanzando ocasionales incursiones de su temible caballería hacia el Oeste con el objetivo de reclamar contribuciones en los pueblos, reclutar mozos o desbaratar los intentos de resistencia. Por su parte, el ejército español encontrará un lugar relativamente seguro en las primeras estribaciones de la Sierra Morena, estableciendo sus bases en el Andévalo occidental, aunque en permanente conexión con Extremadura, Portugal y la isla de Canela, en Ayamonte. Muy incipiente primero bajo el Vizconde Gante y más organizado luego por el general Copons, el que sería llamado Ejército del Condado se caracterizará por una dinámica de permanente movilidad para evitar los ataques franceses y para sostener las operaciones de apoyo militar a Cádiz organizadas desde puertos como el de Huelva. La costa y la ría onubenses irán poco a poco convirtiéndose en lugares privilegiados para la llegada de desembarcos procedentes de la ciudad gaditana, estrategia que va tomando cuerpo entre las altas instancias directoras de la guerra; así lo corrobora, por ejemplo, la opinión manifestada por el general Cruz Mourgeon ante la Regencia, ya en el verano de 1812, sobre que no debían desembarcarse ciertas tropas con destino a Extremadura en la barra del Guadalquivir por ser zona bien defendida por los franceses, sino en Huelva o Ayamonte. He aquí, dibujado sucintamente, el marco general en que se desenvuelve el conflicto durante los dos años que transcurren entre la invasión y la retirada de las tropas napoleónicas del territorio de la actual provincia onubense.
En lo directamente tocante al estuario del Tinto-Odiel, insistamos en que la posición central en el teatro de la guerra y el valor estratégico de esta zona son indudables. Aunque con carácter general la orilla izquierda del Tinto será zona francesa y el río Odiel lo acabará siendo de los españoles, con el desarrollo de las operaciones, incursiones o desembarcos diversos, las posiciones y los frentes se verán sujetos a una fuerte movilidad.
Queda claro que las poblaciones situadas en las cercanías de Niebla, y desde allí hasta el río Tinto, tuvieron el mayor grado de presencia napoleónica durante estos años. Así, por ejemplo, el 27 regimiento francés de cazadores a caballo, una de las unidades de mayor prestigio asignadas a la zona onubense y núcleo principal de la fuerza gala destacada en el Condado, se mueve habitualmente por Moguer y San Juan del Puerto entre marzo y mayo de 1810. En junio nos constan sus acciones habituales de reconocimiento sobre la zona de Trigueros y Gibraleón, aunque todo indica que la misión principal de su comandante, el duque de Arenberg, era la vigilancia de las márgenes del Tinto y evitar el embarque de víveres hacia Cádiz (Degroide, 2002).
La preeminencia de esta misión y el consiguiente dibujo de los frentes convertía de alguna manera al espacio entre el Odiel y el Tinto en una zona de nadie en la que ambos contendientes van a chocar frecuentemente, aunque sin demasiado interés por su dominio efectivo. Por las informaciones que circulaban en la prensa española entre octubre y diciembre de 1810, Niebla, Moguer y el monasterio de La Luz, en Lucena del Puerto, se consideraban los puntos principales del poder francés en Huelva15, mientras que las tropas españolas de Copons se mueven por estas mismas fechas en torno a Villanueva de los Castillejos. Similar estado de cosas es el que, en términos generales, se mantendrá durante todo el año 1811 y parte de 1812.
En lo que respecta a la villa de Huelva, se encontraba en un punto clave para españoles y franceses, lo que hizo que el dominio de la villa fuera alterno, dependiendo de la propia evolución del conflicto. Todo apunta a que en una primera fase, cuando el Ejército del Condado se encuentra más retraído hacia el Oeste, Huelva está bajo la influencia directa de los franceses; pero poco a poco estos irán fijando sus posiciones en la orilla izquierda del Tinto, y Huelva acabará entrando en la órbita de la resistencia española. De todas formas, la zona será, como la mayor parte del interfluvio Odiel-Tinto, un territorio en permanente disputa y de dominios militares poco consolidados. El control de Huelva por los franceses, que parece iniciarse en los primeros momentos de la ocupación, se ve refrendado a finales de marzo de 1810, cuando las tropas galas rechazan en la villa a las del Vizconde de Gante (Degroide 2002), episodio que trataremos más adelante con mayor detalle. Sin duda las autoridades locales y los vecinos quedaron sometidos al poder napoleónico y a sus requisas y sacas de víveres. Así parece que fue al menos durante los meses siguientes, como lo demuestra la entrada el 27 de mayo de 1810 de un destacamento de 40 jinetes franceses con el objetivo de demandar raciones para el ejército. Al parecer, la propia población onubense habría dado por aceptable la situación en estas fechas, ya que en mayo de 1810 alguien podía afirmar que había en Huelva “muchos apasionados y amigos de los Franceses”, incidiendo en la colaboración que podían prestar al poder imperial los vecinos “persuadidos de que ya no hay remedio” (Saldaña Fernández 2014: 346-347).
Si bien no cabe duda de que los soldados imperiales tenían en este tiempo un acceso más o menos fácil a Huelva, tampoco podemos pensar que su dominio era pleno e incuestionable. Su falta de control del medio acuático les hacía sufrir constantes amenazas desde el río, como ocurrió a los jinetes antes citados, que, al llegar a la Calzada onubense, “calle que da vista al mar”, fueron cañoneados desde una lancha española situada en el Odiel. Debió de ser este peligro el que les condujo a iniciar trabajos de fortificación en dicho punto, asunto en el que andaban ocupados en el mes de septiembre de 1810.
Aunque las fuentes nos muestran que a partir de aquí las fuerzas españolas aumentan su influencia sobre la villa y su zona aledaña –por ejemplo, a principios de octubre de 1810 ya tienen un destacamento en Huelva–, la situación parece estar todavía muy sujeta a cambios.
En diciembre de este mismo año circulaba en los medios militares la sospecha de que el alcalde onubense ponía más interés en atender los requerimientos de los invasores que los de las tropas patrióticas, mostrando al parecer “un decidido amor a los Franceses” (Saldaña Fernández, 2014: 348). Ello nos permite imaginar la difícil tesitura vivida por unas autoridades locales que, sometidas a las entradas alternativas de ambos ejércitos, no sabían realmente a qué carta apostar. Incierta situación la de Huelva a finales de 1810, que hacía que el mariscal Copons manifestara a la Junta de Sevilla que “Huelva se debe de considerar como un pueblo ocupado por el enemigo” (Saldaña Fernández, 2014: 348). Sin embargo, como ilustraremos al desarrollar los hechos bélicos acontecidos en el estuario, el dominio español sobre la villa y el puerto onubenses se incrementa en los meses siguientes, de manera que el enclave se convierte en punto fundamental para la estrategia española. Así, Huelva servirá a lo largo del conflicto como cabeza de puente de numerosos desembarcos sobre la orilla de Moguer para amenazar las posiciones francesas más estables en Niebla e incluso en Sevilla. Y junto a Huelva, las marismas y las islas interiores del estuario, especialmente Saltés, que ofrecían un espacio de retaguardia muy apto para el refugio o la concentración de las tropas por vía marítima. El relato de los hechos de guerra nos permitirá ofrecer en las páginas que siguen diversos e ilustrativos ejemplos de esta importante función de retaguardia.
A pesar de la movilidad de los frentes que caracterizó a la guerra en el suroeste peninsular,
disponemos de algunas noticias que nos revelan que, tal vez en un intento de estabilizarlos,
los bandos contendientes hicieron uso de la fortificación de ciertas posiciones estratégicas. Por supuesto, lo más probable es que se tratara de fortificaciones de guerra, más provisionales que otra cosa, aunque desconocemos el verdadero alcance de lo realizado.
Lógicamente, los franceses utilizaron el excelente resguardo que les ofrecían las antiguas murallas y castillo de su base de Niebla; sabemos que ampliaron y reforzaron estas defensas en varios puntos, empeño del que tenemos constancia al menos entre la primavera y el mes de septiembre de 1810. Más cerca del estuario de nuestro estudio, consta que habían fortificado el monasterio de La Luz, cuyas alturas les ofrecían una posición destacada sobre los vados del río Tinto. Fue este convento lugar habitual de acuartelamiento de las fuerzas imperiales y punto de apoyo para el dominio de las posiciones de la orilla izquierda del río. También en Moguer tuvieron la intención de instalar artillería para repeler los acercamientos de embarcaciones rivales; según informes españoles, en agosto de 1810 los enemigos planeaban situar allí dos cañones para tal objetivo (Peña Guerrero, 2000: 29). No fueron ajenos los franceses a la importancia estratégica de la actual capital de la provincia, como lo demuestra que, en septiembre del mismo año, estuvieran “poniendo una gran batería en Huelva” de la que no tenemos más noticias.
Por parte española también se recurrió a la fortificación. Uno de los ejemplos lo encontramos en la construcción de una “casa fuerte” en Huelva, cuya obra se iniciaba el día 6 de octubre de 1810 y que, ante la urgencia de los acontecimientos, hubo de usarse tres días más tarde (Villegas y Mira 2011a: 94-95). Tan cortísimo plazo apunta hacia una construcción provisional, una batería de guerra que tal vez aprovechaba o reforzaba algún edificio defensivo previo, dándose además la circunstancia de que las obras de fortificación estaban aún inconclusas, pues se trataba de “una casa principiada a fortificar”. Según su diario de operaciones, la fortificación había sido ordenada por el general Copons “para situar en aquel punto un destacamento de 100 hombres con el objeto de mantener en aquella villa la comunicación con Cádiz y proteger aquel vecindario” (Villegas y Mira 2011a: 94-95). Por la Gazeta de Madrid, en la fecha órgano del gobierno josefino, sabemos que desde al menos el 13 de octubre los franceses sabían de esta obra de fortificación onubense, “en el embocadero de (sic) Río Tinto”23, bajo la protección de algunas lanchas cañoneras. El citado destacamento español, compuesto por miembros del regimiento llamado de Guadix, se instalaba en la casa fuerte el día 9 de octubre, pero cuatro días después recibió el ataque de entre 700 y 800 franceses apoyados por cuatro piezas de artillería.
Dirigía este ataque el comandante Rémond, jefe de las fuerzas de Niebla, que tenía órdenes de apoderarse de Huelva y de destruir las obras de fortificación levantadas por los resistentes. Según el diario del general Copons, en la casa fuerte, “después de una obstinada resistencia de cinco horas, teniendo brecha abierta, tuvo que retirarse y embarcarse la tropa que la guarnecía, con alguna pérdida de una parte y otra” (Villegas y Mira 2011a: 97). Para los franceses, tras la toma por asalto de los fortines “matando o cogiendo a quantos enemigos se le presentaban”, sus tropas cargaron a los españoles y les fueron persiguiendo “hasta la orilla del mar”, haciéndoles 50 prisioneros.
Escasas y difusas son las noticias de que disponemos sobre el papel jugado en el conflicto por dos edificios situados en pleno centro de la confrontación, como fueron las torres de almenara de la Arenilla y Punta Umbría. Igual vacío documental se extiende en estas fechas sobre las restantes torres de la zona, aunque consta el interés de los franceses en marzo de 1810 por desmontar los cañones que había en las edificaciones de la Costa de Castilla (Daza Palacios 2014: 81); es posible que tal medida afectara a la torre de la Arenilla, aunque desconocemos si por entonces contaba o no con artillería. Esta almenara se situaba en territorio que fue habitualmente dominado por las tropas imperiales, apareciendo citada como punto de referencia en algunas operaciones militares. La documentación que manejamos no nos permite saber si llegó a ser usada militarmente por los franceses; solo una referencia del Conde de Toreno a un desembarco español en marzo de 1811 que se resolvió “enviando gente sobre la torre de la Arenilla” nos sugiere lejanamente la idea de que la almenara pudiera haber tenido algún papel en la defensa de la zona francesa (Queipo de Llano y Ruiz de Saravia 1839: 287). En cuanto a la torre de Punta Umbría, debemos remitirnos a la información ofrecida por el comandante de una unidad marítima española que, en el curso de un combate librado en la ría onubense en mayo de 1810, todavía en los primeros compases del conflicto, afirmaba “haber quemado el cureñage (sic) del castillo de la Umbría, y clavado sus cañones, los quales no extraxo por falta de cabria y demás útiles para el intento”.
Desconocemos si con la expresión “castillo” el militar español se estaba refiriendo a la torre o a alguna hipotética fortificación de guerra que pudiera haberse levantado allí. Si, como creemos probable, se alude simplemente a la torre, la acción de inutilizar los cañones respondería al peligro de dejar la artillería de la almenara a merced del enemigo.
Pero, dadas las circunstancias estratégicas ya comentadas, la mejor fortaleza era para los españoles el control de las aguas del estuario. Conscientes de la falta de dominio marítimo de las fuerzas napoleónicas y de la importancia de las rutas gaditanas, los responsables militares de la defensa se interesaron desde el primer momento por disponer de barcos armados en la costa onubense, y más concretamente en la ría de Huelva, con los que rentabilizar su ventaja marítima. Así lo demuestra la temprana petición de la Junta de Sevilla, en carta fechada en Ayamonte el 13 de febrero de 1810, por la que, ante la presencia imperial en Moguer para recaudar contribuciones y exigir el juramento al rey José, se indicaba que “podría ser muy conveniente que se destinasen algunas barcas cañoneras hacia la barra de Huelva”. Dichas cañoneras deberían quedar “a la vista de estos puertos y el de Moguer” para que así “pudieran sorprehender al enemigo”. Poco más de un mes después la petición era atendida por el general Eguía, quien, en nombre de la Regencia, comunicaba que se había destinado al litoral onubense “un bergantín mercante con cámara y tres lanchas cañoneras para sostenerlo y hostilizar al enemigo”.
Aunque se trataba de una fase muy inicial del conflicto, en la que probablemente no estaban claras las intenciones y posibilidades de cada contendiente en la zona, parece que nos hallamos ante el germen de lo que poco después se conocerá como “fuerzas sutiles de Huelva”.
En relación con este tipo de unidades marítimas, sabemos de lo difundido de su empleo durante la guerra en numerosos puntos, tanto en el litoral atlántico como en el cantábrico o mediterráneo. Según indican algunos especialistas, España fue pionera en el uso de este tipo de fuerzas. Las embarcaciones integrantes de estas flotas se caracterizaban por su escaso calado y tamaño, siendo por ello especialmente adecuadas para las operaciones en esteros y canalizos.
Armadas con un cañón, con un mortero, o con uno o dos obuses, su gran maniobrabilidad las convertía en temibles contra objetivos cercanos a la costa (Quintero González, 2010: 105-106). Pero en la mayor parte de los casos se trataba de embarcaciones comerciales adaptadas para su uso militar: místicos, bergantines y goletas, lanchas cañoneras u obuseras que realizaban en el mar una importante actividad que se ha comparado con la terrestre guerra de guerrillas, tan característica de este conflicto (Solá Bartina, 2013: 57-58).
Noticias posteriores a las de los primeros meses de 1810 ya nos presentan a esta fuerza como un elemento consolidado y vital para la estrategia de los resistentes en el estuario onubense. En mayo parece ya una unidad completamente organizada, actuando a su mando el teniente de navío Lorenzo Parra, al que se alude como “comandante de una de las divisiones de fuerzas sutiles destinadas a la costa de Poniente para ofender a los enemigos y proteger a los patriotas”. Habiendo sabido el día 27 del mismo mes y año que en San Juan del Puerto los franceses estaban armando un místico y un falucho, seguramente requisados en dicha villa, el citado teniente de navío había enviado contra ellos la barca llamada “Tigre”, al mando del teniente de fragata Basilio Gelas y acompañada de dos lanchas cañoneras con tropa y marinería.
El resultado de la acción, si seguimos el relato de Parra, parece haber sido la quema de las dos embarcaciones galas, aunque la marea vaciante y un viento contrario les jugó la mala pasada de hacer varar la barca cerca del enemigo, que la destruyó después de un duro enfrentamiento. La embarcación española llevaba a bordo un cañón de a 16 y dos obuses, dotación que nos permite hacernos una idea del armamento de que solían estar provistas las unidades sutiles del estuario. Probablemente es al mismo Lorenzo Parra a quien se refiere en septiembre de 1810 el general Copons como “comandante de las Fuerzas Sutiles de Huelva”, indicando que este ha interceptado una comunicación francesa “en la que se manifiestan las operaciones que tratan de ejecutar los enemigos”31. Ello evidencia la destacable labor de estas fuerzas no solo en el hostigamiento de los soldados y posiciones napoleónicas, sino también en labores de vigilancia e información que podían llegar a ser cruciales en el desarrollo general de la guerra.
Otro militar, el capitán de fragata José de Saavedra y López, figura como comandante de la “división de faluchos cañoneros del apostadero de Guelva (sic)” a finales de la primavera de 1810. En agosto del mismo año, y dentro del lógico clima de enardecimiento patriótico fomentado desde Cádiz, la prensa española aplaudía la actuación de los “dignos oficiales, tropa y marinería que se emplea en el servicio de las fuerzas sutiles destinadas en la costa de Poniente”, destacando “su verdadero patriotismo desde el momento en que se les comisionó hasta la fecha”. Según estas informaciones, Saavedra había efectuado en el mes de junio sendos desembarcos con su división en la orilla del Tinto controlada por el enemigo, poniéndolo en fuga las dos veces. Aunque nos referiremos a ambas acciones y a otras similares de estas fuerzas en el apartado siguiente, reseñemos aquí, porque así lo hacía la prensa a que aludimos, los nombres de dos oficiales vinculados a esta unidad, el capitán José González Cranda y el teniente de navío Manuel Torrontegui. De este último sabemos que mandaba una lancha cañonera conocida como la “número 2”.
Indudablemente la creación de esta división de fuerzas sutiles y su rápida consolidación en los primeros meses de la ocupación francesa contribuyó notablemente a la configuración de los frentes y a la progresiva estabilización de una zona de dominio español en la ría del Odiel, quedando el Tinto como espacio propicio para la confrontación abierta entre ambos contendientes. Salvo en momentos concretos que ya hemos comentado, eso dejaba al puerto de Huelva algo más resguardado de las acciones bélicas, conservando para los españoles su carácter de lugar de embarque privilegiado, sobre todo en la comunicación con Cádiz y con los puertos de la costa occidental onubense. Ejemplifican este asunto la recepción en la ciudad de las Cortes en febrero de 1810 de información estratégica a bordo de un místico llegado desde el puerto onubense34, o la llegada a Cádiz el 13 y el 23 de marzo de dicho año de un falucho portugués y otros cuatro barcos más, todos ellos salidos de Huelva, con víveres y noticias de primera mano sobre las posiciones francesas.
(Continuará)