Antonio Delgado Pinto. El Piedras es un río que conozco bien y por el que he remado en muchas ocasiones. No en vano, El Rompido fue mi primer destino como maestro a mediados de los años ochenta. Aquí conocí al Toti, a Caíllo, a José Catalina y al Yila, marineros viejos y sabios de El Rompido que desbordaban nostalgia cuando hablaban de su juventud, de aquella época en que aún se calaba la almadraba frente a las costas de Nueva Umbría. Quizá por eso he elegido este río para la primera entrega de esta serie que he llamado ‘Los ríos de Huelva en Kayak‘.
Apenas 40 kilómetros recorre el río Piedras desde que nace en el término de El Almendro hasta que desemboca en el Atlántico entre El Portil y la península de Nueva Umbría. Tres embalses encuentra en su trayecto antes de convertirse en ría, pues ya en el puente de la Tavirona, 20 kilómetros más arriba de su desembocadura, tienen influencia las mareas.
Como casi siempre, hoy me acompañan mis dos hermanos. Hemos llegado no demasiado temprano al caño de la Culata, muy cerca de donde estuvo el cine de verano Dunas. Hemos descargado los kayaks y los hemos llevado a pie de playa. Luego hemos sacado los remos y los botes herméticos donde llevamos los bocadillos y la fruta. La mañana es soleada aunque hay algunas nubes a levante que según los pronósticos desaparecerán pronto, merced al viento de poniente que sopla tranquilo.
La marea está bajando desde hace una hora, por lo que haremos toda la ruta hasta El Terrón en contra de la corriente. Ponemos los Konero a flote y remamos hasta la península de enfrente, la otra banda, como dicen los nativos de estos lugares. Queremos aprovechar que en esta época no suele haber nadie allí para tomar fotos de la punta. No más de diez minutos empleamos en llegar hasta la otra orilla y poner los kayaks en seco.
El extremo de la península es ahora una playa enorme y desierta, paseamos por ella y descubrimos algunos tesoros que el océano arrastra hasta la orilla. También llamada Flecha de El Rompido, la península de Nueva Umbría es una estrecha formación arenosa, de unos doce kilómetros de longitud, que corre de oeste a este en paralelo a la tierra firme. Su particular geodinámica hace que cada año crezca unos treinta metros hacia levante. Tomamos fotos y volvemos a poner nuestras embarcaciones a flote.
El incesante tráfico náutico del verano ahora es inexistente. Solo nos cruzamos con un par de barcos que vienen en sentido contrario. Algo más de seis kilómetros calculamos hasta nuestra primera parada, el antiguo poblado almadrabero frente a El Rompido. Remamos hacia poniente costeando cerca de la orilla de la península, donde la fuerza de la marea es menor. La ría se estrecha un poco en este lugar, cuatrocientos metros puede ser aquí su anchura, calculamos en voz alta.
Dejamos en la orilla norte el pantalán del primer club náutico de los cinco que vamos a encontrar: cuatro en el lado de Cartaya y uno en el de Lepe. Solo uno había cuando yo vivía aquí. Han aumentado enormemente, como también lo han hecho el número de hoteles o de campos de golf, dos conceptos que no existían en estos dominios hasta hace tres décadas. Seguimos bogando hacia poniente y hablamos sobre el conflicto entre la ecología y lo sostenible, por una parte, y la economía del lugar, por otra. Difícil solución, resumimos.
Nos acercamos hasta donde estuvo el Catapum, el camping más antiguo de la costa onubense, desalojado en diciembre de 2004, pese a la oposición de campistas y simpatizantes, y desmantelado y destruido sin piedad en las semanas siguientes. Solo las amplias escalinatas recuerdan ahora donde estuvo este lugar que llenó de vida e ilusión los veranos de muchos veraneantes, mucho antes de que el cemento y el ladrillo formasen parte de este paraje incomparable. El pinar que sirve de telón de fondo llega hasta Aljaraque y Punta Umbría.
Algo más allá se balancean los mástiles de los veleros que están en los amarres del segundo club náutico, justo en el inicio de La Galera, una urbanización que en los últimos años ha quedado unida al núcleo de El Rompido. Paleamos a una veintena de metros de la orilla sur, virgen y deshabitada, contemplando el resultado del progreso en las construcciones de la otra margen.
Pasamos ahora frente al club náutico más antiguo de los que existen en estas aguas. Ahí lo tenemos a nuestra derecha, mientras vamos trazando la curva que hace nuestra orilla tras la que aparecen los primeros vestigios del poblado almadrabero.
La casa del capitán y la chimenea son las primeras construcciones visibles desde el agua. Nos acercamos mientras las retamas nos van dejando ver la maltrecha caseta del gasoil, junto al viejo muelle de atraque, que la marea va dejando al descubierto, y los almacenes y los escurrideros. Bogamos unos doscientos metros más y atracamos en la pequeña playa. Arrastramos los Konero hasta dejarlos en seco y nos internamos entre la maleza para ver la caldera y el horno de la alquitranadera con su escalera sepultada por la maleza. Seguimos andando, detrás están las viviendas. Quiero hacer fotos de la higuera que crece junto al pozo y que ahora lo cubre por completo.
Andamos por el acerado que se conserva milagrosamente bien. Ahí está, en el centro del patio que forman los primeros barracones. Entramos en algunas viviendas comprobando que los tejados siguen resistiendo. Hablamos de la vida que debió de albergar este lugar de casi un millar de habitantes. Escuela, botiquín, tienda, cantina y barbería son algunos de los servicios con los que contó el poblado.
Los tres hemos visto fotos aéreas en las que se ven las anclas, que sujetaban las redes de la almadraba al fondo marino, entre la casa del capitán, la caldera y la chimenea, cuando aún la naturaleza no había invadido la arena. Llegamos hasta la zona sur del poblado donde pueden verse las huellas de los dos únicos barracones que se han derribado, los cuartos de madera, sin que sepamos el porqué. Las fotos aéreas anteriores a los años ochenta muestran esas dos construcciones perfectamente alineadas con las que quedan.
La vegetación y las dunas nos impiden verlo pero, si prestamos atención, podemos oír cómo ruge el Atlántico a doscientos o trescientos de donde estamos. Caminamos mientras algún conejo asustado surge delante de nosotros y corre a esconderse. A poniente de este lugar subsisten las pocas construcciones del Real Viejo, sepultadas por la retama y el tiempo, aunque es imposible verlas desde aquí. ¿Cuánto tiempo pasamos deambulando por este lugar lleno de historia y roedores? No sabríamos decir cuánto pero volvemos a la orilla donde están los Konero cuando sentimos que es la hora de reponer fuerzas.
Ahí están los kayaks, esperándonos sobre la arena, con los bocadillos, la fruta y el agua en las bodegas. La marea ha bajado mucho. Una gran parte del viejo muelle de atraque ha emergido. Los moluscos adosados a la construcción se confunden con la piedra ostionera de su estructura. Comemos sentados en el suelo de la terraza de la casa del capitán, contemplando la orilla de enfrente. Hablamos de cuando El Rompido era un puñado de casitas en calles de arena con su escuela y su iglesia. Dos comercios de ultramarinos y un par de bares completaban el pueblecito en la época en que yo ejercía aquí de maestro. Buenos tiempos, resumimos los tres.
Cuando acabamos con nuestra comida, volvemos a embarcar. Hemos decidido atravesar la ría y hacer el resto de la travesía por la otra orilla que a partir de aquí estará tan desierta como la que hemos traído hasta ahora. El antiguo muelle pesquero se ve ahora acompañado por varios más modernos que han florecido con el advenimiento de las nuevas urbanizaciones y el turismo. Pasamos bajo algunos de ellos y me detengo un momento para hacer algunas fotos de los faros. Del más antiguo, sobre todo, que me recuerda alguna novela de Julio Verne leída en mi juventud. Construido en 1861, estuvo operativo durante más de un siglo, hasta 1976 en que comenzó a funcionar el nuevo, levantado justo al lado. Trece metros se levanta sobre el nivel del terreno. Continuamos la navegación y pasamos frente a la desembocadura del caño Tendal que señala el límite del pueblo.
Seguimos paleando, costeando ahora la orilla norte del Piedras. A nuestro frente vemos la punta oriental de la isla del Vinagre, donde tantas veces he llegado remando desde El Rompido. Es una isla alargada y desierta de casi dos kilómetros de largo, llegando hasta los doscientos o trescientos metros por la parte más ancha. De los dos brazos de ría que forma este islote con forma de barco, elegimos el más estrecho para continuar nuestra ruta.
La marea, que sigue bajando, ha dejado al descubierto un antiguo barco encallado en la orilla. Las gaviotas, que tienen en sus viejas maderas su lugar de tertulia y contemplación, emprenden el vuelo cuando nos ven acercarnos. Hago fotos de este costillaje maltrecho y hablamos de naufragios y de películas vistas en nuestra juventud.
Es media tarde cuando trazamos la curva que describe aquí el Piedras en su venida desde el Andévalo. El poco trayecto que nos queda hasta El Terrón lo haremos ahora remando al norte. Dejamos a nuestra izquierda la desembocadura del arroyo del Fraile y, mucho más allá, a tres o cuatro kilómetros, calculamos, los bloques de pisos de La Antilla. La amplitud de la curva hace que vayamos descubriendo poco a poco lo que la ría nos va mostrando.
Ahí está el quinto club náutico, las viviendas de la romería de la Bella, el viejo muelle de El Terrón y el puente nunca terminado que, desde los años ochenta, espera paciente para enlazar por carretera este lugar con El Rompido. No menos de quince pilotes de diferente altura comienzan en terrenos de Lepe y se adentran unas docenas de metros en la ría. Pasamos entre ellos y hago algunas fotos.
El contraluz de la tarde los hace parecer un desfile fantasmagórico. Pocos estudios de viabilidad y rentabilidad o previsión económica debieron de hacerse para esta carretera inacabada cuyo proyecto se abandonó apenas comenzado. Enfrente tenemos el final, o el inicio, del camino de Lancón, el punto final de nuestra travesía de hoy. Nos acercamos remando hacia la orilla cuando ya la tarde ha pasado su ecuador y la marea está en su límite más bajo. Sacamos los Konero del agua y buscamos un lugar amable para sentarnos, comer lo que nos queda en los tambuchos y hablar y recrearnos en la ruta que acabamos de terminar. La bajamar es completa. A nuestro frente, el río Piedras es una masa de agua verdosa y tranquila.
Antonio Delgado Pinto es autor del libro ‘Remando en Rojo’.
5 comentarios en «Los ríos de Huelva en Kayak (I). Río Piedras.»
Magnífico relato Antonio. Un abrazo y a no decaer.
Muchas gracias, Diego. ¡Un fuerte abrazo!
Un lujo leer tus incursiones y aventuras Antonio!!! Muestras pasión e interés por recuperar y no abandonar los bienes naturales e históricos de nuestra tierra. Saludos.
Muchas gracias, Mario. Como bien sabes, muchos de esos bienes naturales e históricos a veces han sido bastante vapuleados siendo como son necesarios. ¡Un fuerte abrazo!
Querido vecino de verano: has iniciado una nueva serie de relatos, similares a los anteriores y que nos encantan a l@s que conocemos y amamos estos lares. Tu aliento poético vuelve a teñir tus descripciones. Lo hemos disfrutado Joan y yo. Besos