Félix Morales Prado. Conteniendo la ría en marea alta, frente a un curioso pabelloncito alicatado de azulejos índigo y con un cierto aire exótico, arrancaba el malecón desde el extremo sur del Paseo. Más conocido como La Muralla y temida por las madres por el posible peligro de que nos cayésemos desde ella, era corriente este diálogo:
-Mamá, me voy a jugar.
-Bien, pero no te acerques a la muralla.
Se dirigía hacia el noroeste, por detrás de la misma Plaza Pérez Pastor, de sus quioscos, del aljibe y de La Ibense, aquella heladería, enorme caserón con tejado de dos faldones de uralita acanalada y una gran terraza delantera llena de veladores. Interrumpido por el Muelle de las Canoas, continuaba en la misma dirección y pasaba por delante de la cuadra de los burros, el Cinemar San Fernando y el Ayamontino antiguo, bar con cristaleras que miraba al agua y en el que se acostumbraba a tomar el café los domingos por la tarde. Si seguías caminando, pasabas frente a la Casa de los Enanitos, en cuya marquesina estaban pintados Blancanieves y sus compañeros y que encantaba a los niños, después del Ayuntamiento Viejo, edificio amarillo de estilo racionalista que se construyó en el terreno donde previamente se levantaba la literaria y fantasmal Casa del Encanto, una de las de los ingleses. Allí tendían las redes en el suelo para coserlas.
No había que dar demasiados pasos más para, tras el Cine de Verano Ría, en el que vi “Helena de Troya”, mi primer contacto con la Ilíada, alcanzar el fin del malecón y llegar a la carpintería de ribera de Varela, de la que me hicieron acordarme los almacenes para redes y velas, hechos de tablas alquitranadas, en la ciudad inglesa costera de Hastings, legendario lugar de piratas y contrabandistas. Poco más allá estaba el Bar de Perico, donde tomarse un tinto con una sardina, y el Muelle de los Pescadores, con la Cofradía antigua y su lonja o lota, en la que se subastaba el pescado en medio de un concurrido clima de remitentes, minoristas, marineros y curiosos, con una recitación de retahílas de números ininteligibles para mí. Enfrente, el domicilio del Chinguito, el alcalde, del contramaestre, el del pintor Pedro Gil Mazo, los Talleres Zamora y el de Rafael de la Corte.
Luego, fango gris horadado por ejércitos de cangrejos y barriletes que huían a esconderse en sus agujeros ante el tropel de chiquillos que a la carrera bajaban a bañarse desde las Casas Baratas, enfrente y donde vivía mi amigo Emilio. Orillas estas llenas de barcos de pesca varados, escorados, tumbados como perros mansos, no hubiera sido sorprendente ver aparecer entre ellos a Santiago, el protagonista de “El viejo y el mar”, de Hemingway, o a su amigo Manolín. Después, la vivienda de Don Eloy y la famosa Casa Blanca, que anunciaba a quienes iban en la canoa la llegada a Punta Umbría. Y la Peguera, con una villoría que, además de escenario de un asesinato horrendo a principios de los años setenta, pudo ser también el lugar que evitara otro conocido crimen, según una anécdota que alguien me contó.
Está relacionada con la muerte de Federico García Lorca. Me dijeron que uno de los miembros de una familia de Huelva, muy amigo del poeta (sería, al parecer, quien inspiró a Luis Cernuda sus conocidos versos de “A un muchacho andaluz” -“La realidad y el deseo”-, que comienzan: “Te hubiera dado el mundo, / muchacho que surgiste / al caer de la luz por tu Conquero…”), dueño de la casa de La Peguera, le ofreció a Lorca ocultarse allí para evitar que lo matasen. Él se negó, con las consecuencias que conocemos. Lo de Federico parece la “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez.
No sólo le propusieron este refugio en Punta. También otros le brindaron su ayuda; por ejemplo, Edward James, un excéntrico y millonario artista y poeta surrealista escocés, quiso facilitarle la huida. A ello me referí en el artículo “Un sueño en la selva”, que forma parte de mi serie “Magias de México”: “Este escocés fue amigo de Dalí, Picasso, Max Ernst, Leonora Carrington o Lorca, del que en un poema dice: «Yo te he recordado, mi lejano amigo muerto / que sentiste la tormenta pálida de la muerte acercándose / y advertiste tu súbito final. / Pero si pudieses haber venido / con nosotros a Italia, tu lengua tintineante / (…)/…esa lengua y pluma/ –aún en nuestra tierra viva de hombres vivos– / no yacería muda ahora».
Versos que hacen pensar que este hombre estuvo en un tris de desviar al poeta de Granada de su destino fatal, lo que es ratificado por Dalí en un texto sobre Lorca en el que habla de James, al que se refiere como «poeta inmensamente rico y super-sensible como un picaflor». Cuenta el pintor de Cadaqués: «James acababa de alquilar la Villa Chimbrone, cerca de Amalfi, donde se inspiró Wagner para componer el Parsifal, y nos invitó a mí y a Lorca a vivir allá todo el tiempo que quisiéramos. Por tres días Lorca se torturó con alternativas de angustia: ¿Iría o no iría? Cada cuarto de hora cambiaba de opinión. En Granada, su padre estaba enfermo del corazón y temía morir. Por fin Lorca prometió reunirse con nosotros tan pronto como hubiera ido a ver a su padre para tranquilizarse. Estalló la guerra civil. Él murió fusilado y el padre vive aún». Da la impresión de que el genial poeta granadino no hubiese querido escapar a aquel hado pavoroso. Un final el suyo rodeado de misterios aún ocultos en algún sitio incógnito.
La Peguera, aquella finca flanqueada de palmeras y situada frente a El Almendral de la Isla de Saltés, se mezcla en mi memoria nebulosamente con la de La Salina. Esta última, hoy derruida, estaba algunos kilómetros más allá. Junto a ella había también palmas. Y montañas blancas de sal rodeadas de flamencos y parecidas de lejos a pirámides, contra la luz crepuscular, que vi un anochecer casi en duermevela regresando en caballerías de la Laguna del Portil. Y el motivo baladí por el que las dos se superponen en mi mente podría ser que no consigo acordarme de si aquellos dátiles grandes, amarillos y dulces que nos encantaban, íbamos a cogerlos a una o a la otra.