Félix Morales Prado. Justo al lado de donde estaba la nuestra, una más entre todas las Casas de los Ingleses, si bien la más humilde (no es la Número 1 ni el Quinto Alto), aún sigue, empero, en pie. Ya estaba ahí cuando llegué, desde el año 1884 por lo visto. En los caliginosos recuerdos de mi primera niñez me contemplo entrando en ella, subiendo las escaleras de madera de la entrada en brazos de mi tocaya Felisa, una de las tres hijas de Sánchez, el que era el guarda entonces de la Rio Tinto Company Limited. Las otras dos se llamaban Carmela y María. Me acuerdo borrosamente. Me contaron después que Felisa y yo nos queríamos mucho. Murió muy joven. Creo que de leucemia. Yo no lo supe. Aún era un bebé. Sí guardo en mi memoria que un día desapareció y no volví a verla y, quizá, que pregunté insistentemente por ella hasta que el pasar del tiempo distrajo mi atención y trajo el olvido. Sánchez, el padre, era un hombre corpulento, siempre vestido con traje de pana pardo y tocado con sombrero de ala ancha acaso con escarapela. De andares parsimoniosos, lo veía cruzando el arenal, entre retamas y bojas, hacia el almacén y de casa en casa, revisando, vigilando, mordisqueando eternamente una aguja de pino, lo que llamaba mi atención hasta tal punto que probé a hacerlo yo también por ver los placeres sin cuento que podían extraerse de mascar esas hojitas. Sabían a resina. Y aquel sabor figura ya archivado como uno de los elementos de mi relación de Punta Umbría. También, claro, el del tallo de la vinagreta, la flor de la retama, los conejitos de las acacias, el fruto de la malva… y muchos otros hierbajos; pues no había vegetal, alguno tal vez tóxico, aunque no lo supiera entonces y, milagrosamente, nunca me sucediera nada, que no intentara conocer con el paladar (y no era yo el único). Tenía Sánchez gallinas que se criaban en libertad y alguna de ellas adquirió la costumbre de poner sus huevos debajo de la casa que había junto a la suya yendo hacia el Murito. Era de características similares, elevada sobre pilotes. El tiempo había acumulado allí una gran cantidad de arena, de manera que en el hueco que quedaba cabía, sí, una gallina y, muy a duras penas, un chiquillo de siete años como mucho arrastrándose cual reptil, que era lo que hacían mis amiguitos para conseguir los huevos cuyas claras y yemas les encantaba tragarse crudas abriendo sendos orificios con un alfiler por cada uno de los lados.
A Sánchez lo reemplazó Pablo, de contextura fornida y, al contrario que su predecesor, nervioso, ágil en sus movimientos, y en el que se traslucía aquel verso machadiano, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Hay una fotografía colgada en alguna parte de internet en la que se le puede ver cómo lleva de las riendas a un burro con las angarillas cargadas. Él va caminando por la arena y le cede generosamente la acera firme a la pobre acémila. Eran su familia Marcelina, muy amiga de mi madre, su hija Elena y su hijo Pablito, amigo de mi hermano Jesús, con quien solía jugar, junto a Quinito, construyendo cabañas en la retama frontera de la vivienda, a indios y vaqueros o caballeros medievales o fantasear con el mundo maravilloso de Nunca Jamás, que tan bien encajaba en aquel paisaje, con Peter Pan y su vuelo contra Garfio, junto a Wendy y los Chicos Descarriados. Otros tiempos, otros juegos.
Pablito, Pablo Fernández Rebollo, es uno de los últimos representantes, por edad, de quienes han dado vida a la Casa del Guarda. Y también su defensor más acérrimo. Hace muchos años que lucha denodadamente por salvarla de una eventual demolición o del abandono que la conducirá a ese mismo destino. Para ello no sólo ha seguido un largo y penoso proceso administrativo sin pausa, sorteando multitud de obstáculos, y movilizado a la gente a favor de esta causa, con recogida de firmas y manifestaciones incluidas, en el transcurso de todo lo cual ha conseguido que sea Inscrita en el Catálogo General de Patrimonio Histórico de Andalucía como Bien de Catalogación General, sino que no hay día en el que, de una forma u otra, deje de recordar al Excelentísimo Ayuntamiento de Punta Umbría su incumplimiento o interminable demora de las actuaciones decididas por este mismo Consistorio en cuanto a la conservación y restauración del edificio, a pesar de que la ley lo obliga a ello y de haber recibido el dinero necesario para el propósito. Cada día que pasa, el inmueble está más cerca de la ruina y el derrumbe. Ojalá cuando pase algún tiempo estas palabras sean sólo literatura y no una profecía cumplida.
Como ya he insistido en otros sitios, lo que se conoce bajo el nombre de Punta Umbría cuando escribo estas líneas, no se parece en nada al lugar que, llamado así, existió apurando las décadas de los sesenta y los setenta del siglo veinte. De aquel, las construcciones más peculiares y arquitectónica y culturalmente valiosas, quizá exclusivas en el mundo, fueron las Casas de los Ingleses. La única de ellas que subsiste es la Casa del Guarda, el edificio civil más antiguo del pueblo y eslabón importantísimo dentro de la arquitectura inglesa en Huelva, cuya influencia ha sido decisiva dentro de los comportamientos constructivos de esta provincia.
De madera, elevada sobre pilares, con su doble entrada, su porche de barandas verdes y su techo a dos aguas en el que tamborilearía la lluvia con esa vieja música, arrullo de la actividad de quienes, leyendo un libro, cosiendo una prenda, preparando un té, cantaban su callada, amorosa y feliz actividad cotidiana a la vida, sería, además del testigo ideal de aquella Punta Umbría que se nos fue, en la que se contemplaba desde ella y bajo un cielo más limpio, sobre arena más limpia, la Casa Dirección, la Peña, La Retama, el mar de aquel tiempo, el espacio perfecto para montar un pequeño centro de interpretación que contuviera memorias irrenunciables. Dejar que se pierda (o, aún peor, provocar su pérdida), después de todo lo malogrado y de las innúmeras advertencias hechas, es imperdonable. No habría excusa posible».