Llueve

Llueve.
Llueve.

Félix Morales Prado. Il pleure dans mon coeur / Comme il pleut sur la ville. Llueve en mi corazón / Como llueve sobre la ciudad. Estos versos de Verlaine figuran entre mis favoritos. En Punta Umbría, los días metidos en agua eran tristones y, no sé si por eso en parte o a pesar de eso, hermosos, poéticos. En cualquier escenario lo son, en cualquier entorno. Pero en este pueblo costero, en sus invernales calles desiertas y fantasmales de arena y chalets coloniales vacíos, al lavar los abandonados bares de playa, La Terraza con sus anuncios de azulejos sobre los que resbalaban las gotas, Miramar, Terramar, el Atlántico, calmos, meditabundos contempladores del océano solitario, al caer como mansa manta sobre los pinos, la Retama, la Ría y chorrear desde los aleros de las casas de los ingleses a los efímeros aguachares que se formaban bajo los perímetros de las verandas o al golpear en la oscuridad alguna persiana sacudida por el viento que aullaba como espectro en sus rendijas, la lluvia se hacía portadora de una melancolía que abarcaba toda la paleta de colores de lo romántico, desde la nostalgia que rezumaba la costa hiberniza hasta los tintes tenebrosos de las historias góticas.

Los primeros chubascos o chaparrones, en septiembre, los recibía paseando por la orilla, refugiándome tal vez bajo un toldo olvidado, pensando en poesía, hecho el mundo un verso bajo los negros nubarrones por donde se colaban, aquí o allá, a ratos, rayos de sol que encendían las olas, esos caballos galopantes como en un cuadro de Walter Crane. Enredado en la añoranza de algún amor más soñado que real, vagaba por la playa ya vacía, envuelto en la música del agua, enhebrada en la cual y en la mente “I Am The Sea” de The Who o “Sittin’ on the dock of the bay”, de Otis Redding.



“Vivir en una casa / con tejado de cinc / para aprender / los lenguajes / de la lluvia”, escribiría años más tarde al recordar su sonido sobre los techos bajo los que nos guarecíamos si sorprendidos por el aguacero en medio de los juegos o cuando, acostado, su arrullo acunaba, con fondo de truenos de latón temblante, mis lecturas y después mi sueño. No era raro en aquellas noches de tormenta que, estando todos en torno a la mesa cenando y después de un gran fogonazo que entraba por la ventana y un posterior bramido o estampido, nos quedásemos a oscuras, con las subsiguientes expresiones de contrariedad de los adultos y los gritos de entusiasmo de los más chicos. Porque sabíamos que a partir de ahí empezaba lo que más le gusta a los niños: lo inusual, la ruptura de la monotonía, de la rutina y la costumbre, la necesaria alteración, aunque fuese poca, del horario y la disciplina, el juego de una cierta improvisación.

Se buscaban las linternas y, ya con ellas, las velas, los quinqués de aceite o de petróleo. ¡Poned uno aquí en la cocina también! ¡Y una vela en el cuarto de baño! Los cortes de luz eran entonces frecuentes y más en aquellas circunstancias. En alguna ocasión, hubo que salir a comprar velas porque se habían acabado. Y entonces la aventura se hacía aún más interesante. Le pedía a mi padre que me dejase acompañarlo. Íbamos los dos en el caballo. Todo el pueblo estaba en tinieblas y nos alumbrábamos con una linterna. Por el camino, podíamos encontrarnos con alguien que nos saludaba: “Buenas noches, Don Emilio y la compañía”. “Buenas noches, Celestino”. Y las voces, en lo bruno, se me antojaban sugestivamente espectrales. La tienda de Rita solía ser el lugar que avituallaba en esas ocasiones. Porque, aunque estuviera cerrada, para un desavío siempre estaba abierta.


Puerto de Huelva

En algunas raras ocasiones, una tempestad deshecha en la que caían rayos y centellas y diluviaba podía ser motivo para no asistir a la escuela. Ese día no iba recién levantado a comprar la viena, para desayunarla con manteca, al quiosco del Señor Paco. Mi madre nos hacía picatostes con pan del día anterior. Y era jornada de encierro obligado mientras se veía, en dulce hipnosis, el chaparrón tras los cristales o se pasaba el tiempo leyendo tebeos o libros de aventuras o inventándolas con los soldaditos de goma entre las aspidistras y las esparragueras, sobre el piano o bajo la consola.

Si salía en día pluvioso, era ataviado con el impermeable, un impermeable de plástico gordo, y las botas de agua de goma negra, con las que chapoteábamos en los charcos que plagaban como espejos la Plaza radiante en la escampada bajo la algarabía de los gritos de las gaviotas.

Guardo clara memoria de una notable borrasca en abril. Estábamos en las vacaciones de Semana Santa. Mis amigos habían venido a buscarme a casa. Hacía un día bueno, primaveral, azul. Mientras nos disponíamos para salir, se había ido encapotando hasta quedar completamente cubierto por espesos nubarrones negros que empezaron a recorrer unas inquietantemente silenciosas centellas, pronto acompañadas por un constante redoble de tambores cósmicos y explosiones de juicio final. Se desató un temporal apoteósico. Parecía que el cielo iba a hundirse. A los dos o tres minutos comenzaron a caer gruesos trozos de hielo causando un sensible destrozo en los jardines. Granizó cerca de quince minutos. Todos mirábamos embobados. De pronto, y de forma tan repentina como empezó, cesó. Aclaró. Las nubes se fueron. El suelo estaba blanco, cubierto por casi cinco centímetros de pedrisco. Parecía que había nevado. La playa tenía un aspecto verdaderamente exótico.

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