Félix Morales Prado. Tuvo su arribo algo de la wagneriana belleza trágica del estrago, de doloroso canto del cisne. Y aunque muchos la vieron con la lógica curiosidad y la ilusión festiva por lo nuevo y supuestamente mejor, unos pocos también detectaron entre el ruido de las excavadoras y las apisonadoras y la visión de la cinta de alquitrán que avanzaba, los latidos del corazón del drama de la vida moderna.
No recuerdo cuánto tiempo tardó. Primero, sólo fue aviso. La iban a construir, se rumoraba. Luego, se decía que ya iba por el Portil; tiempo después, que estaba a la altura de la Ermita de la Cruz, donde montaría su venta el Calé. Seguidamente, que por la Vieja Guardia. Y, así, el proceso se dilata en mi memoria hasta que me veo cerca de la Peña, el hotel de los ingleses para solteros, jugando en los montículos grandes y mullidos que los buldóceres levantaban al abrir camino a la serpiente de asfalto. Me gustaba, aprovechando su molicie casi de polvo, tirarme desde lo alto de aquellas dunas artificiales de cinco o seis metros como si de arrojarse al agua se tratara y resbalar por ellas de arriba abajo una y otra vez. No vi, enterrada, una botella rota, verdadera daga que me amenazaba oculta en la tierra. Se me clavó en la pierna. Podría haber sido en el vientre o en el pecho. Mucho tiempo tuve la cicatriz. Las máquinas también sacaron a la luz raíces de retamas que los jóvenes trenzaban y pintaban con tintas de colores para hacer pulseras a sus novias.
No sólo mudaron totalmente las comunicaciones sino también el paisaje y el aspecto de Punta Umbría. De ser un pueblo con todas sus calles de arena, pasó a formar parte, otro más, del universo del asfalto. Y los cambios urbanísticos, tantos de ellos disparatados, destructivos, se sucedieron como en efecto dominó, nunca mejor dicho. Aunque no ocurrió de pronto. Al principio, avanzando a trechos, la pista negra llegó hasta la Ría, junto a la casa de Matías López, muy parecida a las de los ingleses. El resto seguía como antes; los coches no podían circular a no ser que fuesen todoterrenos. Pero algunos se empeñaban. Y se quedaban atascados. Se convirtió en escena habitual la del vehículo atorado en el suelo, acelerado y con la rueda resbalando en la tierra blanda, girando loca para conseguir solamente hundirse más y más. Los autóctonos llegaron a ser, a fuerza de contemplar el mismo caso una vez y otra, expertos en sacar incautos del atolladero. Cuando el visitante, desesperado y sudando, trataba inútilmente de salir del apuro, llegaba un lugareño y comenzaba a darle consejos. Era cuestión de poner unos cartones bajo las ruedas. ¡Busquen cartones! Aquí o allá se buscaban cartones que resultaban no servir para nada. Más y más gente se iba agolpando alrededor. Llegaba otro especialista. No, no; lo que tiene usted que hacer es enderezar las ruedas y meter tercera. Y vosotros no miréis tanto. ¡A empujar! Tras muchos y variopintos ensayos, el auto salía, sin que se supiera cómo ni por qué, entre expresiones de consuelo de la víctima, gestos de gratitud a los asistentes y promesas al viento de no volver a salirse del firme.
En una ocasión, un amigo y yo estábamos en la calle del Cerrito, frente a Villa Buenos Aires. Un coche se había quedado atascado. El conductor cavaba con agobio bajo los bajos, nos miraba con cara disimuladamente suplicante y nosotros no sabíamos lo que hacer para ayudarle. Así que, como se acostumbra en nuestro país, allí estábamos de pie viendo desarrollarse los acontecimientos. De una esquina, caminando muy rápido, con evidentes prisas, llegó casualmente uno que sí entendía del asunto. Tanto que fue de los primeros en montar un taller de automoción en el pueblo. Echó un vistazo, se puso al volante, lo enderezó, arrancó, cambió la marcha y, antes de que nos diésemos cuenta, el automóvil estaba fuera y el buen samaritano había seguido su camino andando con la misma prisa que traía. El afectado, suspiros de alivio, sacó un billete de cien pesetas y se lo dio a mi amigo, que se quedó mudo, mirándome y mirando el dinero. El conductor, antes de que acertásemos a decir nada, aceleraba con prisa y sin pausa hacia terrenos más sólidos. Nos encogimos de hombros, nos fuimos al Bar Julián y pedimos unas cervezas.
Pudimos por primera vez montar en bicicleta, sin limitarnos, a veces haciendo equilibrios incómodos, a las aceras, la Calle San Francisco Javier, la Plaza o la marea baja. La marea baja. Esa sí que era una estampa poética propia de Punta Umbría: el ciclista recortado contra un fondo de olas rodando por el suelo muy fugazmente duro de la bajamar hacia el sol poniente. Como fotograma de Fellini. Imagen que se perdería para ganar la posibilidad de pedalear mucho más rápido por el asfalto, hasta la Vieja Guardia, El Calé o El Portil. Asfalto que iba a extenderse, año tras año, por todas las calles del pueblo al igual que un progreso mal entendido que acabaría con zonas y edificios fundamentales para la esencia, para el espíritu, del sitio.
Sucedió a mediados de los años sesenta del siglo veinte, coincidiendo con el auge del Seat 600 o Seíta, reflejo del desarrollismo franquista del momento, época de relativo respiro financiero que, como en todos sitios, se plasmó en este pueblo de la costa. Prólogo de un tiempo de cambio, fue (luces y sombras) el inicio de una metamorfosis a mi juicio fallida porque arrasó con mucha belleza, porque dio paso a la Nada que en “La historia interminable” devora el país de Fantasía. La carretera supuso, en fin, para Punta, después de larga espera, lo mismo que aquel “…inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo” (Cien años de soledad). Ya el cura, agorero, profetizó que sería la perdición del lugar, que con ella dejaría de ser el paraíso que era. No sé muy bien a qué se refería el mexicano, si bien me lo imagino; pero, se refiriera a lo que se refiriera, algo de eso pasó. Y aunque también implicó progreso y bienestar económico, esto no tenía por qué conllevar lo otro. Se trataba de saber hacerlo bien, de arreglar lo que había que arreglar sin dejarse arrastrar por la codicia, respetando lo que había que respetar. En definitiva, de hacerlo sin matar a la gallina de los huevos de oro ni, sobre todo, el alma del pueblo. Y no supieron. O no quisieron. A fe que no.