Félix Morales. Así como el cine de verano por excelencia era el Cinemar San Fernando (aunque también hubo otros, el Saltés o el Avenida), el único de invierno era el Cine Pescadores, de Don Antonio Olaya; el Cine Infantil Rimba, también de invierno, fue un experimento orientado, como su nombre indicaba, a los chiquillos y que tuvo una corta vida. Quizá quiso complementar, sin mucha fortuna que yo sepa, la función para niños del Pescadores o competir con ella. En esta, a las cinco de la tarde del domingo pasaban desde las de producción mexicana “Pulgarcito” o “Caperucita Roja” hasta las de Walt Disney: “Peter Pan”, “La Bella Durmiente”, “La Dama y el Vagabundo”, “101 dálmatas”... Íbamos a esas sesiones, pero también a la de las nueve, en la que se podían ver las películas realmente interesantes, de romanos, “Jasón y los Argonautas”, “Los vikingos”; del oeste, “Horizontes lejanos”, “Raíces profundas”, “Flecha rota”; de piratas…
En la puerta había un quiosco verde en el que comprábamos chucherías para comérnoslas durante la peli: las inmortales pipas de girasol, regaliz (al que llamábamos citrato), altramuces, alcatufas, chicle Bazoka, gamboas, algarroba en polvo envasada en unos canutitos de cartulina liados con papel de seda de colores, pipas de calabaza, pirulís de cucurucho, chupachús… Como es habitual en los chavales, lo que seguramente contribuiría al desarrollo de la paciencia de la kiosquera, nos situábamos frente al puesto y, con la concentración de quien se dispone a hacer una importantísima compra, íbamos eligiendo, sin prisa y con mucha pausa, rectificando una y otra vez para desesperación de los que esperaban, conforme calculábamos nuestras posibilidades financieras.
Mientras abrían la puerta, mirábamos una vez más el afiche y los fotogramas colgados en la pared exterior, esos fotogramas que te anticipaban algunos momentos del filme a modo de aperitivo.
La sala, antes de que empezase el espectáculo, era una barahúnda notable en la que los pequeños espectadores saltaban de una fila a otra, daban gritos, “que empiece ya que el público se va”, entre los gestos resignados o las reconvenciones de los adultos asistentes, hasta que llegaba el acomodador e imponía silencio bajo amenaza de expulsión, lo que lograba la calma durante un par de instantes. El ciclo se repetía unas cuantas veces y, finalmente, la música del NO-DO, el noticiario previo, con la bandera y el águila de fondo, instalaba un silencio relativo que se hacía casi total con el comienzo de la aventura en la pantalla, interrumpido sólo por el chasquido nervioso de las pipas de girasol o alguna esporádica intervención del gracioso de turno, “callarse que no veo”, los gritos de ánimo al bueno en las peleas, los aplausos cuando llegaba el séptimo de caballería, las carcajadas ante comicidades la mayor parte de las veces más bien burdas e ingenuas o los chillidos de terror en las de miedo. La contemplación de estas proyecciones de sueños, como los denominara Welles, generaba entre nosotros un auténtico cine fórum ambulante, pues desde la misma salida y durante un par de días no dejaríamos de comentarlas entusiásticamente escena por escena.
Además de como cine, el Pescadores funcionó también como teatro de variedades. Lo mismo servía de marco para desarrollar concursos de sevillanas que para que actuase el mago Landil o un conjunto yeyé. En una ocasión anunciaron en una pizarra en el sitio donde ponían las carteleras delante de Villa Aurora, frente a la fábrica de gaseosas, que esa noche actuarían Los Bitels (sic), con la consiguiente expectación de los más ingenuos. Y no era ningún engaño. Actuaron Los Bitels, unos chavales de no sé dónde, que no The Beatles, el archifamoso grupo de Liverpool.
Como los Olaya y mi familia mantenían una buena amistad, yo gozaba de lo que se llamaba pase de favor. Es decir, que entraba gratis. Y aprovechaba, de camino, para colar también a algún amigo. Esta circunstancia me sirvió, ya de adolescente, algún invierno en que cerraron el Instituto por un terremoto o la Facultad por huelgas, para asistir al cine todas las noches de esas inesperadas vacaciones. Al ser días laborables y lectivos, en la sala solía haber muy poca gente. Me gustaba ir a la parte de arriba, donde tenían un dizque ambigú en el que pedía una cerveza que me tomaba fumándome un cigarro mientras disfrutaba de películas como “Alphaville”, “El tercer hombre” o “La dama de Shanghai”. Ahí me aficioné al género negro y policíaco. En aquellas frías y solitarias noches, el Pescadores se convertía en refugio y cinemateca donde vi muy buenas cintas del género, entre las que no desmerecieron las españolas. Aún recuerdo “Muerte de un ciclista”, obra maestra, o la interesante “Los peces rojos”.
Un elemento desaparecido más de aquella Punta Umbría, era local sin lujos, básico, con asientos incómodos e interrupciones para cambiar el rollo. Un cine de pueblo. Pero con carácter, con alma, sin esa irritante impersonalidad y monótono aspecto igual al de todos de los multicines actuales, a los que podrían aplicarse, interpretando la frase en sentido lato, las palabras de Brian de Palma: “La belleza ha desertado de las pantallas”.