Los bares

Los bares.
Los bares.

Félix Morales Prado. No sé si el Bar Julián era el más popular. Para mí, al menos, sí. Tal vez porque allí iban mis padres a tomar la cerveza o el café los domingos y me acercaba después de misa para pedirles que me invitaran a una gaseosa. Lo conseguía a veces. Incluso acompañada por una tapa de tollo con tomate, el mejor tollo con tomate que he comido nunca. Se trataba de un típico bar de pueblo, ni taberna ni cafetería, con sus mesas de mármol dónde los hombres jugaban al dominó. En ellas nos apostábamos el café a los dados con los amigos en la adolescencia. No era ya entonces el café de maquinilla que había visto tomar a mi madre, hecho con un artilugio de metal que se colocaba encima del vaso e iba filtrando el negro brebaje, no sé cuán a menudo ni cuánto de adulterado con achicoria, ese sucedáneo de posguerra; no lo sé porque entonces yo aún no lo tomaba.

Más cafetería, aunque aún bar, era el que estaba enfrente, el Camarón. Ese lo conocía menos, pues mis padres no eran parroquianos. Sólo conservo en mi memoria un despacho de pasteles adjunto en el que me quedaba mirando con codicia las níveas milhojas y los merengues ordenados tras la vitrina de cristal.



Abandonando la Calle Ancha y entrando por San Francisco Javier, al final a la izquierda, frente a la ría, estaba el Ayamontino. En él se amontonaba toda la chiquillería los domingos por la tarde, cuando sólo había televisión en un par de locales del pueblo (ni pensarlo en las casas), a ver Rin-Tin-Tin y las marionetas de la ventrílocua Señorita Frankel, Pepito, Gruñón, el Tonto y la perrita Marilyn. El dueño nos toleraba con santa paciencia hasta que terminaba la programación infantil, sin que ello le reportara más ganancia que la recompensa de satisfacer la ilusión de una marabunta de mocosos.

Trasladándonos al otro lado del espectro en una posible clasificación de los bares por tipos, encontraríamos las tabernas o tascas, en las que se servía casi exclusivamente un vino barato cuyo olor las inundaba, el pesetero, acompañado con un platito de aceitunas. Sitios discretamente infames, vetados a las mujeres y los críos, reservados por tanto a los hombres, no era raro que admitieran a los niños púberes que asomaban ya a una precoz adolescencia, fungiendo como lugares de iniciación. En uno de ellos tomé mi primer vermut, en el Bar Emilio, que bar fue (o, mejor, taberna) antes que tienda y hotel, acompañado por un amigo más grande, una noche de invierno adornada con las luces y las oscuridades de la transgresión y de la culpa. Aún guardo entre los recuerdos de mis papilas el sabor dulcamaro mezclado con el agreste de las aceitunas, la sensación de caminar por la cubierta de un barco al desplazarme a lo largo del callejón negro sobre la arena blanda que me llevó hasta casa y las vueltas que daba la cama, girando, girando, en un vértigo nauseoso, antes de dormirme.


Puerto de Huelva

De estas tascas son de rememorar, entre las más conocidas o de más prestigio, los Caracoles, también en la calle Ancha, frente al edificio de Correos y el Ayuntamiento, o Juanito Coronel, al lado del muelle de pescadores, la Lonja y el Patio del Chinguito. En Juanito Coronel solían concentrarse las tripulaciones de los barcos en las madrugadas, antes de salir a la mar. Allí bebían café y aguardiente de anís, este último como se estila en la tierra, en vaso pequeño con chorrito de agua fría que lo convierte, mágica alquimia, en blanca, opaca y peligrosa leche alcohólica. El tumulto de voces roncas y viriles tallaba sobre el silencio del alba una escultura sonora picoteada por los primeros tímidos graznidos de las gaviotas. Al fondo, en un rincón, algún muchachillo esperaba sentado con su bolsa de costo entre las piernas y nos evocaba aquel poema de Alberti: “¡No pruebes tú los licores! / ¡Tú no bebas! / ¡Marineros, bebedores, / los de las obras del puerto, / que él no beba! / ¡Qué él no beba, pescadores! / ¡Siempre sus ojos despiertos, / siempre sus labios abiertos / a la mar, no a los licores! / ¡Que él no beba!”.

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