Félix Morales Prado. Esas casas elevadas como palafitos sobre pilares, diseminadas entre dunas cubiertas de dientes de dragón que dan en primavera su flor grande, amarilla y fucsia y de auroras de los campos, bojas negras, en las que se cazaban lagartijas; esas casas donde nos guarecíamos los días de lluvia, escuchando la música del agua sobre los techos de cinc, y que se convertían en nuestros cuarteles o atalayas cuando jugábamos a indios y vaqueros, eran también refugio y arrimo de las parejas enamoradas; esas casas que, en verano, cuando regresábamos del mar corriendo descalzos sobre la arena quemante, nos ofrecían sus sombras como descanso para nuestros pies, esas casas, singulares en su especie, preteridas, despreciadas por la ignorancia, fueron entregadas a la demolición y las llamas en 1977.
¿Pudo evitarse esta malandanza? Probablemente sí. Hay quien asegura que la Compañía Minera ofreció al ayuntamiento un intercambio de sus terrenos con estas edificaciones incluidas a cambio de otros terrenos similares, oferta que fue rechazada. Y hoy día, 2019, con todo lo que ha caído, aún se resisten a conservar la única casa de los ingleses auténtica que queda: La Casa del Guarda. Esperemos que la lucha de David contra Goliat, que Pablo Fernández Rebollo, hijo del último guarda, libra desde hace años para salvarla, obtenga sus merecidos frutos.
Posteriormente, no sé con qué propósito, el Ayuntamiento de Punta Umbría ha construido a la entrada del pueblo una dudosamente fiel imitación descontextualizada de uno de estos bungalows, que dará una falsa idea a los visitantes y a las generaciones actuales y futuras de lo que estos fueron y de la cultura inglesa en Punta Umbría. Pero lo hecho, hecho está. Y este tesoro patrimonial, de un interés arquitectónico y etnológico único, se ha perdido para siempre. Esas casas, con sus ajuares hoy irrepetibles, testigos de una importantísima parte de la historia del pueblo pero, sobre todo, personajes protagónicos de su leyenda, médula e inspiración, junto al mar, su torre, sus bosques, sus muelles, sus cines, sus carpinterías de ribera, sus barcos, su gente… de su poesía, se han perdido para siempre.
Ya sólo quedará, junto a algunas fotos desvaídas, el recuerdo que dejaron guardado como una alhaja en las mentes de quienes, en el pasado niños o no, supieron amar su belleza y su misterio y almacenarlas en la memoria. Sólo quedará esto mientras que duren estas personas y, más tarde, sólo los testimonios que estas personas puedan dejar. Pero ya no estarán ellas, dejándose abrazar por un enorme manto de tormenta cuya melodía y la del mar se acoplan o abrasados sus techos de cinc bajo el sol de agosto que enfebrece los sueños.
Las Casas de los Ingleses estaban forradas de tablazón creo recordar que encalado. En cualquier caso, blanco. Las barandas de las verandas, que eran unos porches o galerías que circundaban todo el edificio, estaban pintadas, al igual que las ventanas, de un verde oscuro cercano al verde botella. El suelo era de tablas. Y el techo, metálico en algunas, lo que producía, como queda dicho, un musical tamborileo en los días de lluvia, era en otras de fibrocemento, conocido por nosotros con el nombre de la marca, uralita. Alzadas del suelo, con objeto de permitir la libre circulación de la arena y de aislarlas de la humedad, el frío y el calor, por pilotes de madera al principio y luego de hormigón, se subía por unas escaleras voladas, también de tablas y con barandillas pintadas del mismo verde que las ventanas y las puertas, que eran de cristaleras en comedor y cocina y ciegas en dormitorios.
Las paredes interiores cubiertas de entablado y cielo raso también de madera, en las alacenas podía verse la vajilla, con juegos de té, soperas, platos de cerámica… fabricados en la Cartuja de Sevilla-Pickman, vidriados y pintados de color amarillo pálido y decorados por unas franjas plateadas y verdes y por el logotipo, RTC, de la Río Tinto Company. Vajilla en la que quizá están tomando el té unos ingleses que aparecen en una fotografía antigua que tengo delante, vestidos con camisa y pantalones de lino blanco él, traje y tocado años veinte la mujer, sentados en un porche protegido de la canícula, debe de ser verano, por persianas de esparto.
Después de jugar entre ellas las tardes estivales, volvíamos al hogar al lubricán, volando entre el aroma a curry de las siemprevivas y el resurgir incipiente del perfume de las damas de noche. La épica despierta en nuestras almas, recorríamos un paisaje de pinos y retamas, el ocaso al fondo desangrándose.