Félix Morales Prado. La primera escuela a la que asistí en Punta Umbría fue la de Don Antonio Alaminos. Como escuela rural que era, sólo tenía un aula para los niños y otra para las niñas, en la que daba clases su mujer, Doña Paula. Sí. En aquel tiempo, el sistema educativo separaba a las niñas de los niños.
Por las mañanas, después de desayunar, agarraba mi cartera con la Enciclopedia Álvarez, el cuaderno y los lápices y bajaba por la que ahora se llama Calle Lepanto y que entonces no tenía nombre, a no ser el de Camino de la Playa. Paraba en el Cuartel, en la casa de mi amigo Pepe Luis y continuábamos los dos por la Calle Ancha, pasando por delante de La Mezquita, una tienda de comestibles, Sevidanes, otra y otra más, El Consumista, y entre los bares Julián y Camarón; tal vez nos entreteníamos bajo el eucaliptal que había frente a la fábrica de gaseosas para hacer un par de molinillos con corteza de esos árboles y corríamos después, intentando obligarlos a girar, camino del colegio. Al llegar a la Panadería del Campo doblábamos a la izquierda por delante de la Carpintería de Nevado, con su olor a serrín, a Navidad, y ya estábamos en el colegio.
En la pizarra Don Antonio escribía la lección con perfecta caligrafía, precedida por una efemérides e ilustrada por un dibujo hecho con las codiciadas tizas de colores. Copiar texto y dibujo era la primera parte de nuestra tarea. A continuación, si tocaba Historia, por ejemplo las Guerras Púnicas, el maestro dividía la clase en dos bandos. Vosotros sois los romanos y vosotros los cartagineses, que estáis cruzando los Alpes montados en elefantes; a ver, tú eres el elefante y tú el jinete. Venga, más elefantes y caballos y más jinetes. Los guerreros cruzaban los Alpes, que eran los pupitres, y se enzarzaban con los romanos, que estaban al otro lado. Unos caballeros sobre otros “reproducían” la batalla tirando los más hábiles al suelo a los menos duchos. Ganaban los romanos.
-Bien. En esa ocasión no sucedió así, aclaraba Don Antonio. Esa vez ganaron los cartagineses. Pero, al final, ganarían los romanos. Miraba el reloj. Era la hora del recreo.
A la hora del recreo, los aficionados al fútbol, que eran casi todos, jugaban un partido en la explanada de arena que se extendía entre la escuela y el Cine Pescadores. Don Antonio era el árbitro. Mientras los adeptos al deporte rey emulaban a Di Stéfano o a Kubala, los que quedábamos jugábamos a los bombos (bolinches o canicas) o al trompo o a las estampas o a piola (pídola), dependiendo de la época. Unos cuantos miraban.
El último tramo de la mañana se ocupaba en clases de Gramática o Aritmética o en escribir al dictado, hacer análisis morfológicos o sintácticos o cuentas. Ya más cansados e impacientes, solíamos armar jaleo, hablar entre nosotros o gastar bromas. Lo que acababa con uno de los alumnos, casualmente el más grande, encargado por el maestro de coger la palmeta y mantener el orden a base de palmetazos.
Pepe Luis y yo regresábamos por otro camino, más breve o eso creíamos, que pasaba por delante de Casa Dolago, un colmado, y parábamos, si teníamos algunas perras gordas, a comprar unos cartuchos de algarroba en polvo en un quiosco cercano.
Después de comer, entrábamos a las tres y salíamos a las cinco. Alguna de las pocas veces que llegué con retraso por la tarde, me encontré la escuela cerrada. Consultado algún vecino por qué no estaba abierta, me contestó que se habían ido de excursión a la playa. Corrí hacia el mar por el camino que imaginé más corto, cruzando zonas despobladas en invierno, de chalets vacíos, yendo a dar a la altura de La Vieja Guardia. Oteé, la mano como visera, hacia oriente y hacia occidente. Al fondo había un grupo. Era mi clase. Fui a su encuentro. El rompeolas estaba completamente lleno de cañas. Me pregunté de dónde habrían venido, dónde habría cañaverales, allí, mar adentro.