Manuel Garrido Palacios. Cuando era así de chico los Magos me echaban cada año un plumier y una pelota de goma azul y blanca. En casa me acostaban pronto para que no estorbara a Gaspar, Melchor y Baltasar, que vendrían de madrugada con su maravillosa carga mientras soñaba, dejando pendiente hasta el alba el secreto de lo que me traían, aunque sospechara que, salvo milagro, serían el plumier y la pelota, o la pelota y el plumier, única variación posible. Los mayores del barrio inventaron y divulgaron entre los más chicos que los Magos eran cinco: los tres de marras más madre y padre, lo que removió mis neuronas como si se tratara de una revelación. Sin embargo, lejos de caer mi ánimo por semejantes habladurías, seguí viviendo el fenómeno como un mito, o sea, hice un ‘fuera’ de lo que durante sus años justos fue un ‘dentro’, que así nacieron ya estas creencias en la Grecia antigua, por lo que mi verdad quedó intacta, sin importarme que el último plumier cascara en la escuela y que la última pelota se embarcara en el tejado de Ritita. Fue un entonces mágico, donde la nada fue todo, en cuyo honor abro mi plumier-ordenata y choco la pelota imaginaria, azul y blanca, contra la pantalla, como si fuera el muro del tiempo, compartiendo emocionado el bendito eco mítico con cuantas criaturas así de chicas hacen hoy lo mismo.