Redacción. José Manuel García Durán, autor de la novela “Tierra de Cobre y Sangre” fue el ganador del III Concurso de Relato Corto organizado por la Asociación “El Doblao” de Minas de Riotinto con su relato titulado “Locomotora 51”. Los relatos presentados debían girar en torno a los trágicos sucesos que tuvieron lugar en el “año de los tiros”, fatídico suceso del que este año se conmemora el 130 aniversario.
El relato aborda un tema tan delicado como puede ser el destino de los fallecidos en la Plaza de la Constitución del antiguo pueblo de Minas de Riotinto.
A la luz de las últimas investigaciones llevadas a cabo por Alfredo Moreno Bolaños, el relato del escritor aracenense sitúa a los fallecidos cerca de Naya. Y, muy lejos de los fallecidos oficiales, que apenas superaban la docena, en el relato se describe que fueron cientos los cadáveres que fueron transportados en la madrugada del 4 al 5 de febrero, en una batea, desde la Plaza de la Constitución de Riotinto hasta unos terrenos estériles cercanos a Naya. En esos mismos terrenos se construiría el cementerio de San Andrés, lo que facilitaría la ocultación de los fallecidos.
No deja de resultar espeluznante que aquella locomotora que arrastrara aquella batea cargada de muertos, la número 51, la que después fuera conocida como “la maldita” es la misma que hoy se encuentra de reserva en el tren turístico de Riotinto, a pocos metros del lugar donde, posiblemente, descansen cientos de cadáveres anónimos, callados a tiros, a la espera de que alguien grite sus silencios y los entierren dignamente…
130 años después de aquella manifestación que termino en tragedia, aún son muchas las preguntas que quedan por responder: ¿cuántos perdieron la vida aquella tarde?, ¿dónde están?, ¿qué hicieron, en definitiva con tanta muerte…? También esto es Memoria Histórica, aunque ocurriera hace 130 años…
RELATO GANADOR
LA LOCOMOTORA NÚMERO 51
Los pocos que la conocían comenzaron a llamarla “Manguara” por el color de su pelo, de un blanco como lechoso y turbio. La pequeña perrita apareció en Zarandas el lunes 6 de febrero, dos días después de la masacre que tuvo lugar en la plaza del ayuntamiento de Minas de Riotinto. De aquello habían pasado ya varios meses y, asustadiza y esquiva, apenas se movía de aquel terreno en el que se rumoreaba que la Compañía tenía intención de construir un cementerio para los vecinos de la aldea de Naya.
Arcadia, vecina de la pedanía, había sido barcaleadora, prueba de ello era la calvicie que, a modo de tonsura, se podía adivinar en su cabeza. Esposa y madre de mineros, había perdido a Manuel, su querido Manuel, aquella fatídica tarde del sábado cuatro de febrero, su nombre no aparecía en la lista de fallecidos que había publicado la Compañía en la que aparecían trece nombres. ¡Trece nombres!, ¡todos sabían que habían sido muchos más los que perdieron la vida aquella tarde! De hecho, fueron muchas las casas en cada villa de la cuenca minera, cuyas puertas jamás volvieron a abrirse. ¿Qué habían hecho con tanta muerte? Nadie lo sabía, nadie sabía dónde llorar a los cuerpos de sus seres queridos que lo único que hicieron fue reclamar unas míseras mejoras laborales. Tampoco Arcadia lo sabía. Sus hijos pasaron a formar parte de una lista roja y ya les habían comunicado que debían abandonar la casa que la propia empresa les había facilitado y, como tampoco tenían tanto que llevarse, hacía varios días que tenía preparado el escueto equipaje. Se había encariñado con la perrita y, cuando partieran, se la llevarían a su tierra. Volverían a León, sin su Manuel, con menos aún de lo que trajeron.
Conforme salía de la aldea, se extrañó de que “Manguara” no saliera a su encuentro. Había logrado ganarse su cariño y confianza a base de llevarle algunos restos de comida y agua. Aquella mañana le llevaba un hueso de espinazo que, de tanto como lo había cocido, más bien parecía un trozo de madera. Cuando llegó hasta el terreno donde ya habían delimitado las dimensiones del futuro cementerio de San Andrés, más le extrañó aún ver a la perra en brazos de una niña, como si realmente la conociera.
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¡Buenos días, chiquilla!, ¿qué haces aquí, solita?, ¿te gusta esta perrita?, se llama “Manguara” –le dijo a la pequeña, con voz dulce, tratando de no asustarla.
La pequeña levantó su rostro gris y sucio. Sus oscuros ojos parecían dos abismos infinitos, llenos de dolor y silencio, como los ojos de muchos vecinos de la cuenca minera después de lo que había sucedido.
Mientras acariciaba a la perra, sin dejar de mirar a Arcadia, comenzó a hablar, con una voz débil.
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No se llama Manguara, se llama Lunera y siempre estaba junto a mi padre, incluso cuando iba a la mina lo esperaba paciente y fielmente, en la boca del pozo, hasta que papá terminaba su faena. Allí donde estaba papá, allí estaba Lunera, siempre, siempre…
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Y, ¿dónde está tu papá, pequeña? –la interrumpió Arcadia, mirando a su alrededor, tratando de comprobar si alguien la acompañaba. Era una niña demasiado pequeña para estar sola allí, en medio de ninguna parte.
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No lo sé, nadie lo sabe –contestó la pequeña con toda la naturalidad del mundo–. Lo mataron los soldados, en Riotinto. Me separaron de él y me llevaron a una casa, junto a la estación del tren. Lunera permaneció junto a él, como siempre hacía, hasta que se lo llevaron. Hay quien dice que enterraron a papá, y a muchos otros, en algunos de los pozos que ya no utilizan, otros dicen que los llevaron hasta el mar y que allí, desde el muelle de la compañía, arrojaron los cuerpos al mar…
Arcadia ya había escuchado mil versiones sobre lo ocurrido, pero escuchar hablar de aquello a una niña tan pequeña, con tanta naturalidad, la estremeció.
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…Aquella noche, desde la ventana de la casa, cerca de la estación, fue la última vez que vi a Lunera. Corría, ladrando, como desesperada, detrás de una locomotora que arrastraba una batea. Era muy tarde y no me atreví a llamar a Lunera por temor a despertar a alguien. Fue la última vez que la vi, creía que nunca más volvería a verla…
Arcadia comenzó a temblar y una macabra idea comenzó a formarse en su cabeza. Junto al yermo solar en el que estaban había una vía de tren, por ella pasaban numerosos trenes cada día, arrastrando vagones cargados de mineral en un sentido y vacíos a su vuelta. Había comprobado que “Manguara”, cada vez que pasaba la locomotora número 51, salía corriendo tras ella. Le resultaba extraño que tan sólo reaccionara así con esa locomotora, de entre todas las que por allí pasaban. Se arrodilló junto a la niña, puso sus manos en sus hombros y, con sus ojos bañados por las lágrimas que creía que ya no le quedaban, reunió el coraje suficiente para formular una pregunta cuya respuesta temía:
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¿Por casualidad, viste el número de aquella locomotora, aquella noche?
La pequeña le sostuvo la mirada, no tardó en contestar pero aquellos segundos le parecieron eternos.
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estaba oscuro pero, al pasar por la estación, pude ver claramente su número, era la locomotora número 51…
Arcadia se abrazó con fuerza a la pequeña y comenzó a llorar, como creía que jamás podría volver a hacerlo. Y sus lágrimas cayeron sobre una tierra manchada de sangre que en sus entrañas guardaban a su Manuel y a cientos de las víctimas de aquella aciaga tarde del sábado 4 de febrero de 1888.
“Manguara”no viajaría con ella y sus hijos a León, se quedaría allí, junto a su dueño.