Juan Carlos Jara. Huelva se ha convertido en lugar ideal para los fantasmas, para esos que pululan eternamente y para esos otros, envanecidos y presuntuosos, que tanto afloran en la sociedad de nuestros días. Estamos en una ciudad de fantasmas, de los que no se ven y de los que se divisan desde la lejanía, de los que asustan por desconocidos y de los que no nos quitan el sueño porque sabemos quiénes son, de los que ya no viven y de los que se pasan la vida sin dejarnos vivir tranquilos.
Nuestras calles están bien surtidas de espacios que son al mismo tiempo ideales para los primeros, por el abandono y el desuso, y para los segundos, por convertirse en lugares perfectos para la venta de milongas en tiempos de votos cercanos y de siempre frágil memoria del ciudadano onubense. Desde el antiguo inmueble de Hacienda, frente al Ayuntamiento, hasta la otrora prisión provincial en Isla Chica, el recorrido incluye lugares de extraordinaria belleza pero cada vez más degradados como el cuartel del paseo de Santa Fe, el hermoso edificio del Banco de España, el coqueto Mercado de La Merced, las peculiares y majestuosas instalaciones del colegio de los ferroviarios o los especialmente manoseados y ahora inmundos solares del Lois y del viejo estadio Colombino.
Una larga lista de parajes fantasmagóricos para una ciudad que necesita espacios para sí misma y unas dosis de atractivos culturales y estéticos que seguimos echando en falta.
Para casi todos estos lugares conocimos alguna vez proyectos maravillosos y enriquecedores que luego resultaron, como tantas otras obras mostradas en maquetas o hermosos bocetos de los mejores arquitectos, enormes fantasmadas. Quedaron, por ello y ya casi sin esperanza, para el pulular de los espectros y la tomadura de pelo hacia quienes sufrimos casi a diario la actitud de esos otros fantasmas, en demasiadas ocasiones mucho más molestos que los que nunca se dejaron ver.