HISTORIAS DE UN MINERO DE BIEN

Vigilancia en las minas, la tienda del Chamamosca y Bar ‘El Jorobado’

Nuevo episodio de la vida de José María Romero Silva, el valdelamusero que, octogenario, contaba a Emilio Romero sobre una época difícil en las minas, donde la desconfianza y tensión social eran una constante.

Ejemplo de Cuartel de la Guardia Civil en pueblos pequeños de nuestra provincia (Col. Particular Emilio Romero)
Ejemplo de Cuartel de la Guardia Civil en pueblos pequeños de nuestra provincia (Col. Particular).

Emilio Romero. El minero de bien, José María Romero Silva, seguía con el relato de su vida, en esta ocasión hablando sobre la vigilancia en las minas. «Hoy, como de costumbre, al despertarme a las 9 o 10 de la mañana en calma, mis pensamientos se dirigieron hacia aquellos días en los que la vida del minero estaba constantemente vigilada, tanto de día como de noche, por la presencia omnipresente de la Guardia Civil. Reflexionaba sobre aquellos tiempos de la dictadura, cuando parecía que los gobiernos temían al minero, ya que cada movimiento estaba seguido de cerca por un Guardia Civil.

Recordaba el acoso constante que sufrían los mineros por parte de las fuerzas del orden. En cada poblado minero, por pequeño que fuera, se alzaba un cuartel de la Guardia Civil, habitado por diez o doce miembros del cuerpo. Había guardias civiles en servicio las 24 horas del día en lugares como Concepción, San Telmo, Perrunal, La Zarza y Valdelamusa, entre otros, incluso en poblados con no más de 200 habitantes. Los cuarteles y las viviendas de los guardias, propiedad de las empresas mineras, ofrecían todos los servicios de manera gratuita, además de suministrar toda la gasolina que necesitaban, mientras que el minero tenía que pagar un alquiler por una vivienda sin servicios básicos como cocina y agua corriente.

Festival de Punta Canela

Entre todas las injusticias, resultantes de este sistema de vigilancia de las minas, lo más humillante era la preferencia que las señoras o criadas de la Guardia Civil recibían en los servicios médicos y en el economato minero, ordenada por la empresa. Esto significaba que las esposas de los mineros quedaban relegadas, teniendo que hacer sus compras después de las mujeres vinculadas a la Guardia Civil, a pesar de que necesitaban los alimentos para preparar la comida de sus familias. En más de una ocasión, protestamos y denunciamos esta situación tanto a nivel empresarial como a las autoridades provinciales, pero nunca fuimos escuchados.

Es importante aclarar que no culpo a los miembros individuales de la Guardia Civil por estos abusos de poder, ya que simplemente estaban siguiendo órdenes y recibiendo beneficios que otros les ofrecían para mantener el control. Mientras reflexionaba sobre estos tiempos de humillación para los mineros, me vino a la mente la preocupación de que la historia podría repetirse, como veo en Minas Aguas Teñidas, donde conseguir trabajo parece depender más de la influencia política que de la meritocracia en las oficinas de empleo.


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Son incontables los recuerdos que, a mis 87 años, afloran en mi mente. Muchos de ellos traen consigo alegría y nostalgia. Pero también hay aquellos que me hacen confrontar momentos dolorosos, como el que me dispongo a relatar, por el sufrimiento que causé a mi madre. Este recuerdo que me ha asaltado hoy ocurrió en un sábado del mes de mayo. En aquel entonces, trabajaba en el Patrimonio Forestal del Estado, en el término municipal de Almonaster la Real, y cada sábado debíamos desplazarnos hasta allí para cobrar lo devengado durante la semana. Recuerdo con precisión que lo que recibí por los seis días de trabajo de esa semana fueron 103 pesetas y 20 céntimos.

Siguiendo nuestra costumbre habitual, una vez con el dinero en el bolsillo, mi amigo Antonio López Cabaco y yo nos dirigimos a la tienda de Chacamosca, donde adquirimos un bollo de pan y un trozo de hunto, más económico que el tocino, para luego emprender el camino a pie hasta Valdelamusa. Sin embargo, nuestro plan se desvió cuando nos encontramos con un grupo de jóvenes cantando coplas en honor a la Cruz de la Fuente. Mientras la mayoría de las personas mayores continuaron su camino, Antonio y yo decidimos quedarnos a disfrutar de la música y nos tomamos una copita de aguardiente. Una llevó a otra y terminamos uniéndonos a los jóvenes de Almonaster, cantando y bailando hasta que amaneció.

La huelga seguía y, dejando atrás la Cruz, nos dirigimos a un bar llamado «El Jorobao«, donde tomamos una última copa antes de emprender el camino de regreso a Gil Márquez y, desde allí, a Valdelamusa por el Ferrocarril de Zafra-Huelva, atravesando túneles y puentes, sintiéndonos más felices que en las Pascuas. Fue una jornada maravillosa, pero la felicidad se vio empañada cuando llegó el momento de entregarle el dinero a mi madre y me di cuenta de que había gastado casi la mitad de las 102 pesetas que había cobrado«.

 

Historias de un minero de bien, vigilancia en las minas.

 


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