Historias de un minero de bien

La buena gente mayor de tu vida, que recuerdas para siempre

El valdelamusero José María Romero Silva, el "minero de bien", a través de Emilio Romero allá desde donde esté nos sigue contando capítulos de su vida

Mina confesionarios Valdelamusa

Emilio Romero. El minero de bien, José María Romero Silva, continuaba ilustrándome con el relato de sus historias de vida. «Hoy -me decia- te voy a hablar de unos amigos que siempre he recordado en mi vida por diversas circunstancias. Mira, esta mañana, tras haber disfrutado de un buen sueño, me encontraba en ese breve momento de reflexión antes de levantarme. Mi mente se sumergió entonces en los recuerdos de un hombre al que quise profundamente, y que partió de este mundo hace más de seis décadas. Tío Tiburcio, como solía llamarlo, desempeñaba el papel de vaquero en la finca El Potroso. A la temprana edad de quince años, tuve el privilegio de trabajar a su lado en el cuidado de una piara de vacas«.

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«Si digo que tuve la fortuna de compartir aquellos días con él -proseguía-, es porque gracias a sus consejos y generosidad, fueron numerosas las ocasiones en las que pude saciar mi hambre. Tío Tiburcio no solo fue un mentor para mí, sino también un amigo entrañable. El vínculo que nos unía trascendía la simple relación del trabajo de pastor; nos profesábamos un afecto mutuo que ha perdurado en mi corazón siempre«.

Según nos contaba José María, «a través de los años, su recuerdo ha permanecido vivo en mi memoria, recordándome la importancia de la bondad, la solidaridad y el cariño desinteresado que él me brindó. Aunque haya transcurrido tanto tiempo desde su partida, su influencia perdura como una luz que guía mis pasos y me recuerda la importancia de valorar a aquellos que dejan una huella imborrable en nuestras vidas«.


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«Tan bien se portó conmigo que nunca le dije que no cuando me pedía que me quedara de noche donde se quedaban las vacas, porque él marchaba a Huelva. Me quedaba en el cortijo de Los Botellos, distante de Valdelamusa 7 kilómetros. Sin viviendas ni nadie en su entorno, y en una cama de juncos al lado de la candela. Nunca sentí miedo, ni nunca nadie me molestó, era una cosa que hacía de manera agradable, porque no era obligación mía, pero Tío Tiburcio se lo merecía.

Tío Tiburcio era un hombre viudo, vivía completamente solo, y con la desgracia de que sólo tenía un brazo. Su comportamiento conmigo fue excelente, me daba para beber toda la leche que yo quisiera, y aunque estábamos en la época de los años 40, donde no había nada que comer, muchas veces me daba un trozo de pan y un trozo de tocino que a mí me sabía a gloria«.

«Los días que marchaba a Huelva, que sólo estaba una noche, (quizás para satisfacer sus necesidades sexuales, aunque a mí nunca me dijo a que se debía sus viajes a Huelva…jejejeje) aunque siempre me traía una docena de piñonates o pestiños, regalo que yo le agradecía con mucho cariño. Han pasado ya muchos años desde que Tío Tiburcio partió para siempre. Pero su recuerdo sigue habitando en mi corazón con un cálido cariño, emoción y profunda gratitud. No puedo evitar rememorar las veces en que su generosidad me brindó sustento y alimento en tiempos difíciles. Tío Tiburcio ocupa un lugar destacado en la lista de personas que atesoro en mi memoria, aquella lista que guardo celosamente en mi mente para seguir honrando y recordando. Recordar su bondad y su nobleza me llena de nostalgia, pero también de alegría por haber tenido la fortuna de conocer a alguien tan excepcional en aquellos tiempos difíciles«.Valdelamusa.

Para Romero Silva, «es increíble pensar en la cantidad de buenas personas que tuve la suerte de cruzar en mi camino en aquellos días complicados. Cada recuerdo de ellos es un tesoro que atesoro con gratitud. Me evocan la importancia de la amistad, la solidaridad y la bondad en momentos de adversidad. Desde el momento en que despierto hasta que finalmente me levanto, suele transcurrir al menos media hora de contemplación. Pero hoy, esos treinta minutos se han dedicado a rememorar a aquellos entrañables amigos que, a pesar de doblarme en edad, dejaron una huella imborrable en mi memoria.

Comencé evocando a la pareja inseparable de amigos, Francisco ‘El Chofer’ y Pedro Masera, con quienes compartí innumerables veladas en la cantina o en el acogedor ambiente de Villalata. Recordé con cariño los momentos compartidos alrededor de nuestras copas de aguardiente, disfrutando de risas y conversaciones que perduran en mi corazón. No puedo olvidar las generosas acciones de Francisco. En más de una ocasión nos brindó su compañía al llevarnos a casa de Tomas Caros en El Cerro de Andévalo. Nunca pidió nada a cambio por el viaje. Esas muestras de amistad desinteresada son tesoros que atesoro con gratitud en mi memoria. Aunque el tiempo haya pasado y las circunstancias nos hayan separado, el recuerdo de aquellos días vividos en compañía de amigos entrañables perdura como un faro de nostalgia y gratitud en mi existencia.

Han pasado por mi cabeza aquellos dos hermanos que fueron amigos míos desde el primer día que llegaron a Valdelamusa. Me refiero a Manuel y Rufo Duarte Santamaria, así como su madre que yo le llamaba Tía María. Dos Arochenos y una gran Arochena, que llegaron llenos de amistad y cariño y con los que viví una etapa de mi juventud maravillosa. Y que hasta para no dejarme solo cuando me llevaron a la cárcel, a mi amigo Rufo lo esposaron conmigo, cuando yo solo tenía 14 años.

Y en estos recuerdos, que hoy he tenido no podía pasar otra de las grandes amistades que tuve con personas mayores, y que, aunque sean ya muchos años los que nos dejó, no dejo de recordarlos. Este era Antoñito Ramírez, una de las personas que, además de darme su amistad, me hacía pasar un rato agradable con todo lo que me contaba. Eran cosas para reír. Antoñito Ramírez era propietario de uno de los casinos que había en Valdelamusa. Recuerdo cuando un rato antes de cerrar el Casino por las noches, salía con la cazuela de las tapas diciéndonos ‘Venga vamos a comernos las tapas que han sobrado, y todos a la cama’. Fue una persona buena, alegre y bondadosa y que, hasta el final de sus días, todo lo que tenía lo daba».

Romero Silva, minero de bien
Emilio Romero con José María Romero Silva, el minero de bien.

Otra de las personas mayores que seguía recordando José María muy a menudo era Francisco Jara, al que llamaban Francisco ‘El Chato’. «Mi amigo el Chato era una persona muy mayor, pero un buen amigo mío. Sufrió mucho en esta vida, fue teniente en el ejército republicano en la Guerra Civil. Pasó muchos años en la cárcel. Su trabajo había sido el de minero. Vivió muchos años solo. Tenía un hijo que residía en Huelva y su mujer, de acuerdo con él, se marchó a la capital para cuidar a ese hijo.

Por esta razón desde el domingo hasta el sábado siguiente estaba solo. Aunque me doblaba en edad, fuimos dos muy buenos amigos, tan buenos amigos fuimos que estando yo en Valdelamusa, todas las noches iba a visitarlo. Me contaba cosas tan impresionantes que había vivido en la guerra que me llegaban a emocionar.

El Chato era un magnífico cazador y ya casi sin poder andar no faltaba ni un domingo que se viniera de cacería. Me hacía una gracia cuando estaba comiendo y el perro que siempre tenía en casa se acercaba. Con la cuchara que estaba comiendo le daba en la boca al perro y el seguía con la misma cuchara comiendo. Todo esto que cuento son cosas sin importancia para aquellos que no lo hayan vivido. Pero recordarlos yo tendido en la cama y sin nadie que me moleste, son para mí recuerdos importantes, y que nunca pienso olvidar. Debo decir que sólo olvido lo malo, los buenos recuerdos los quiero para mí«.

«Como sabes me gusta contar esos recuerdos que tengo con muchas personas mayores que me prestaron su ayuda cuando era niño. Hoy he recordado a una persona, que yo siempre califique como la mejor persona de Valdelamusa. No sólo por lo que hacía conmigo, que también, sino por lo que, de él, comentaban todos los que lo conocían. Este hombre era Sebastián Tornero, yo recuerdo que le llamaba Tío Sebastián, de profesión pastor de cabras con la Sociedad Francesa de Piritas de Huelva.

Lo conocí cuando yo solo tenía 10 años y Tío Sebastián más de sesenta. Fueron muchos los días que estábamos juntos en el campo, él guardando 200 cabras y yo solo 15. Como ya he contado, la poca comida que mi madre me podía preparar para mi almuerzo me la comía por la mañana nada más salir de casa. Eso quería decir que hasta que no regresaba por la noche a mi casa, no tenía nada para comer. Y era entonces cuando Tío Sebastián se ponía a comer lo poco que él tenía, y veía que yo no tenía nada para comer. Me pedía una lata que yo llevaba en el talego y me las llenaba de leche para que me la bebiera.

Recuerdo bastante emocionado, cuando aquellos días de lluvias que teníamos que pasar en el campo. Tío Sebastián veía que lo que yo tenía para taparme de la lluvia era un saco. Entonces me cogía y me agachaba entres sus piernas, tapándome con un capote que llevaba, para que no me mojara».

Todos los recuerdos que tengo de Tío Sebastián son maravillosos, porque fueron muchas las veces que me dio de comer, y una magnífica compañía. Aunque todos los días no podía estar con él, los que estábamos juntos los pasábamos muy bien. Me contaba cosas de su niñez, muy parecida a las que yo estaba pasando. Me río cuando recuerdo algunos consejos que me daba. En una ocasión me decía ‘José María, te voy a decir que cuando le saques la leche a las cabras para bebértela, no se la saques a la misma cabra. Tú le sacas un poco a cada una y así llenas la lata y nadie se da cuenta». Como puedo olvidar estas cosas que con solo 10 años me pasaron y que fueron parte de mi vida¡¡¡, nunca las voy a olvidar y menos a Tío Sebastián«.


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