Los juegos y las fechorías por Valdelamusa

Planta trituración primaria en Mina Confesionarios, 1895 (Col. Particular).

Emilio Romero. Me contaba José María Romero, el minero de bien, que «un día mi Amiga Conchi Gordillo Poza me trajo unos recuerdos sobre algunos juegos que lo estuvimos practicando hasta después de venir del Servicio Militar. Uno de ellos era el del ‘Corro la Alcachofa’. Lo llevábamos a cabo en el llano de El Corralón. No era otra cosa que más de 30 jóvenes, cogidos por la mano, dábamos vueltas cantando. Todos aprovechábamos para cogerles las manos a la chicas que nos gustaban. Juego este que practicábamos todas las tardes y los días de las Pascuas de Resurrección.

Por desgracia para los jóvenes ya este juego nadie lo práctica, como tampoco se practica «El Salto de Piola», repiar con el trompo o jugar a la rayuela. Es verdad que hoy tienen otros medios más modernos para poderse divertir, pero son juegos totalmente individuales, que ni te ríes ni crea esa amistad, que perduraba toda la vida. En mi época -me decía José María- desde que empezábamos a andar estábamos jugando al fútbol, aunque la pelota fuera de trapo, por no haber dinero para comprar una de goma«.


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Repiar el trompo, Foto Juan Luis Mosquera.

Se terminaron totalmente aquellos juegos que a él le fascinaban. Hoy en ninguna casa, o en muy pocas, se les cuentan cuentos a los niños. Ni en la mesa camilla se juega al parchís o a lo pares y nones. Hoy día, me comentaba, antes de ir al colegio el tiempo es dedicado al móvil o a la tablet. Y si te diera por regalarles un libro de cuentos, este es abandonado para seguir con el móvil. «Yo quizás por ser de aquella época, prefería aquellos juegos del trompo, el salto de piola o el corro de la alcachofa,a los que tienen mis nietos y que cuando se le hablan de ellos no tienen ni idea«.

También me decía que contar cosas de aquella buenísima persona y gran amigo que fue Eustaquio Dorado Borrego, le traía mucha emoción. «Pero una risa -señalaba-, que hasta mi mujer me pregunta de que me estoy riendo. Con Eustaquio tengo cosas, que, aun comprendiendo hoy, que no eran cosas bonitas, pero la emoción y a la misma vez la risa que me producen, siento una gran alegría al recordarlas».


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Avanza en el relato el ‘minero de bien’ contando que «como siempre, eran maldades o fechorías, que se producía por las ganas de comer y la falta de comidas de aquellos tiempos. Era un día que, como otros muchos días, no habíamos llevado nada a la boca. Estábamos en los pinos de la pradera, tendidos y sin ganas de jugar. Entonces a mi amigo Eustaquio se le ocurre decirme, ¿Tú sabes lo que teníamos que hacer? Ir a la huerta de Gabirro y traernos una sandía, que yo he visto a la mujer vendiéndolas en la plaza».

Le contesté que era verdad, pero que el cortijo donde vivían estaba muy cerca de la huerta y nos iban a ver. Me contestó, no nos ven porque nos vamos por el barranco agachado y saltamos por la pared. Cogemos la sandía sin que nadie nos vea. Me convenció y pusimos manos a la obra. La huerta estaba a unos 3 kilómetros de Valdelamusa, y en vez de coger andando por la carretera, pensamos irnos por el medio de las jaras para que nadie nos viera.

Salto a piola, Lepfrog, 1908.

Nuestra edad estaba entre los 8 o 9 años, pero como el hambre quita el miedo, por el medio de la mancha y sin que nadie nos viera, llegamos a 50 metros de la huerta. Estuvimos mucho tiempo sin que nadie nos viera, pendiente de la huerta y del cortijo, y como no vimos movimiento alguno, optamos por ir a por la sandía. Arrastrándonos por el suelo para que nadie nos viera, llegamos al barranco y ya estando allí, era como si estuviéramos en la huerta.

Agachados para que nadie nos viera llegamos a la huerta, buscamos las sandías y cada uno de nosotros cogimos una. Más contento que un San Juan, saltamos la pared de la huerta y cogimos el camino de casa, momento este que sale del cortijo la dueña de la huerta, y pegándonos voces, nos decía que soltáramos las sandías. Pero no, no las soltamos, salimos corriendo, entramos en la mancha y la mujer se volvió para el cortijo diciendo palabrotas, que, de verdad, sí que nos las merecíamos.

Y lo bueno viene ahora, y es que una vez que nos encontramos libres, dijimos a comernos las sandías. No teníamos ni navajas ni cuchillo para partirla, pero tampoco fue problema, le dimos un porrazo en una piedra y se partió a la mitad. Este fue el mejor momento de esta vivencia, y la que le sirvió a mi amigo Eustaquio, para estar riendo cada vez que me veía, y no era otra cosa que la sandía que yo había cogido estaba totalmente verde, y el meollo de dentro totalmente blanco. Eustaquio riendo sin parar y yo con ganas de llorar.

Y lo único que me quedó es decirle a mi amigo, parte la tuya a ver como está. Y la partió y estaba como tenía que estar, totalmente roja. La risa de mi amigo fue de esas risas que no hay un Dios que la pare. Pero riendo él y yo casi llorando nos comimos la sandía de mi amigo, que estaba riquísima. Pero como seguíamos con hambre, también nos comimos la mía que estaba totalmente blanca.

Esta historieta que, con mi gran amigo Eustaquio Dorado, viví aquel día siempre me produce risa y alegría al recordarla. Un día cuando ya éramos mayores, él y yo se la contamos al dueño de la huerta. Una gran persona que era José «Gabirro». Cuando le contamos lo de la sandía mía que estaba totalmente blanca con la risa en los labios, nos dijo, «Eso fue Castigo del Señor». Amigo Eustaquio, no se dónde estarás, pero yo, sigo acordándome de ti.

Estas vivencias que ahora contamos se deben todas a la época de miseria y de hambre que de niños nos tocó vivir. Uno de los días que nos encontrábamos en los Pinos de la Pradera. Esperábamos que llegaran los carros tirados por mulos para transportar el abono desde Valdelamusa hasta Santa Barbara de Casas, y donde los piensos de las bestias eran cebada e higos pasados. Y aunque éramos unos niños con 8 o 9 Años, siempre le ayudábamos a llenar sacos de abonos y los carreros nos llenaban una gorra-bilbaína de higos pasados.

Una de las veces que íbamos montados en el carro, mi amigo Eustaquio le pregunta al carrero, por qué «chillaban» tanto las ruedas, contestándole el carrero, porque le falta la grasa. En ese momento me acordé del sitio que yo había visto un bidón lleno de grasa. Entonces le digo al carrero que yo le podía dar una lata de grasa. El carrero se volvió para mí y me dijo, si tú me traes la grasa ese día te doy de comer. Y rápidamente con mi amigo Eustaquio Dorado, al que le dije donde estaba la grasa, planeamos como si fuéramos personas mayores, la manera de cogerla.

La grasa se encontraba en la trituradora de minerales, yo la había visto un día que Miguel «El Cocinero» me mando al estanco a por una cajetilla de tabaco. Bueno lo planeamos, y lo peor de la operación es que teníamos que hacerlo de noche. Y sin que el guarda que estaba a 40 metros nos viera. Y se hizo de noche, y lo mismo que lo pensamos, lo hicimos. Escondidos entre los vagones que estaban preparados para el transporte de mineral, llegamos a la trituradora. En menos de 15 minutos salíamos, por el mismo sitio que entramos con nuestra lata llena de grasa, lata que era de esas de tomates envasados y que no tendría medio kilo de grasa.

Y llegó el día que los carreros volvieron a Valdelamusa y nosotros esperándolos con las latas escondidas, las cogimos y se las dimos y la alegría que ellos recibieron, fue la misma que nosotros vivimos cuando de un pan grande, nos dio medio pan a cada uno y un buen trozo de tocino. Le ayudamos a llenar los sacos de abono y al final no llenaron los bolsillos y la gorra de higos, y salimos corriendo para casa, más contento que por San Benito».

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