José Antonio Mayo Abargues. Joaquín Suárez García, Joaquín el de La Barca, como se le conocía en Mazagón, nació en La Barca (Lepe) a principios del siglo XX, concretamente el 14 de enero de 1903, en el seno de una familia con una amplia tradición marinera. Su padre, Antonio Suárez, que era propietario de varios barcos en La Antilla (Lepe), fue el que le enseñó la dura profesión de la pesca a la que estuvo dedicado toda su vida.
En 1923, Joaquín abandonó su Lepe natal con 20 años para ir a Mazagón, donde se instaló con su mujer en la playa de La Fontanilla. Allí construyó un poblado de chozas para albergar a los 60 pescadores que tenía a su cargo, poblado en el que estuvo viviendo poco más de un año, trasladándose después a la zona de la Torre del Loro. En el acantilado del margen izquierdo del arroyo construyó un nuevo poblado de chozas, en el que estuvo viviendo 40 años, éste aún más grande que el de La Fontanilla, ya que la plantilla de pescadores había aumentado considerablemente, llegando casi al centenar; pescadores que procedían de Lepe, Punta Umbría, Sanlúcar de Barrameda y de varios puntos de Portugal. No fue el único pescador que se instaló en estas playas en la primera mitad del siglo XX, ya que hubo más pescadores de Lepe que eligieron esta parte de la costa, rica en pesquería, pero sí fue el más importante en cuanto al volumen de trabajo que desarrollaba.
La vida en aquel poblado transcurría con las limitaciones propias de un pueblo retirado de la ciudad, pero no con demasiadas carencias. El agua, ese elemento tan imprescindible para la vida, la tenían a un tiro de piedra; bajando la cuesta del acantilado estaba el arroyo del Loro, del que se suministraban de agua potable con cántaros que subían hasta las chozas, y donde también lavaban la ropa en una pequeña charca que habían construido, por la que circulaba continuamente un agua salubre y generosa. La colada la tendían en los matorrales a ambos lados del cauce. Conviene aclarar que el nombre primitivo de este arroyo es, Arroyo del Oro, y la almenara donde desemboca, Torre del Río del Oro, aunque popularmente se les conozca como “Loro”.
Al otro lado del arroyo se encontraba el cuartel de la Guardia Civil, donde los guardias vivían con sus familias durante todo el año. Joaquín y su familia enseguida entablaron una buena relación con ellos, prestándose una ayuda mutua. La relación llegó a ser tan estrecha, que unos días se amasaba el pan en el cuartel para todas las familias, y el otro en la choza de Joaquín. Había una gran armonía y camaradería entre todos. Los guardias, recluidos en aquel destino aislado de la costa onubense que ellos no habían elegido, convivían todo lo alegremente que podían con las familias de pescadores, soñando que un día les llegaría la hora de la jubilación y podrían volver a sus pueblos con sus gentes.
El cuartel de la Guardia Civil del Loro fue Cabecera de Línea, con dependencia directa de la Compañía de Moguer o de La Palma del Condado, según diferentes épocas, y finalmente de la Comandancia de Huelva por orden jerárquico. La dotación del destacamento se dividía en dos grupos: Cabecera de Línea y Puesto. El primero estaba compuesto por un brigada, un corneta y dos guardias; y el segundo por un sargento, un cabo y siete guardias, en total, trece familias. Las dependencias estaban formadas por nueve pabellones, una sala de armas y una cuadra. Hasta su desaparición en 1982 hubo varios cambios de personal, así como de la caballería. En marzo de 1965, por fin llegó la modernización al cuartel y se dotó al destacamento de cuatro bicicletas, y un año más tarde de un vehículo Land Rover, un teléfono de campaña y una emisora, todo un lujo.
Los guardias soltaban a los caballos a primera hora de la mañana, y éstos corrían arroyo abajo hasta la playa, por donde trotaban durante todo el día, retornando ellos solos al cuartel al caer la tarde.
La hija del Brigada tenía un taller de costura en el cuartel, y las hijas de Joaquín, subían todos los días a coser y bordar. No les cobraba nada porque ya las habían considerado parte de la familia y, hasta celebraban las fiestas y las Navidades juntas. El día de San Joaquín las mujeres de los guardias hacían dulces para celebrar el Santo con él. En el cuartel nunca faltaba el pescado que Joaquín les regalaba a diario. Un pescador al que llamaban El Gorreta se encargaba de subir todos los días los cántaros de agua a las mujeres de los guardias, y éstas le daban a cambio un par de vasos de vino. Las mujeres de los guardias realizaban una buena labor social con los niños del poblado, pues eran ellas las encargadas de impartir la educación más básica, como era enseñarles a leer y escribir. A esta enseñanza se sumó también un carpintero de ribera de Lepe llamado Ignacio, el Morito, un hombre muy culto que sabía llegar a los más pequeños. Enseñaba por las noches, después de una larga jornada de trabajo. El correo postal lo recibían puntualmente todos los días; los guardias eran los encargados de llevarlo, de cuartel en cuartel, hasta la Punta de Malandar, frente a Sanlúcar de Barrameda.
En una de las chozas había instalada una pequeña cantina que era atendida por El Morito, donde los hombres iban a beber vino que procedía de Moguer y Almonte; después la cantina se convirtió también en tienda, que fue regentada por Juan Gómez, esposo de su hija María. Los víveres se los llevaban los arrieros cuando venían de vuelta de repartir el pescado, y una vez al mes hacían una compra en el economato de la Guardia Civil en Huelva. El camión que se encargaba de repartir los víveres por todos los cuarteles de la costa, les dejaba el pedido en el poblado.
En Las Atarazanas (El Asperillo) había un pozo al que nunca le faltaba el agua, y fue por eso precisamente, por lo que Joaquín decidió hacer allí un huerto para cultivar todo tipo de frutas y hortalizas de verano; todo menos las habas, porque terminaban comiéndoselas las perdices. Abajo en la playa había instaladas tres chozas que en invierno utilizaba como almacén para guardar las nasas y las redes; y en primavera y verano eran habitadas por pescadores temporeros de Sanlúcar que contrataba para la pesca. Estas personas se encargaban al mismo tiempo de la recolección de la fruta y hortalizas y de llevarlas al poblado del Loro. Aquellas chozas eran también un punto estratégico para almacenar la sal y distribuirla por varias zonas de pesca.
Cuando alguien se ponía enfermo se presentaba un enorme problema, ya que suponía emplear un día entero para llevarlo al médico. Unas veces iban a Huelva en barco, y otras a Moguer, transportados por bestias y buscando los caminos más cortos. Francisca Morgado, esposa de su hijo José, recuerda que cuando iban al médico de Moguer, salían muy pronto por la mañana y regresaban ya de noche. Ese día había que aprovecharlo también para hacer las compras y todas las gestiones pendientes. «Si el médico te mandaba inyecciones —dice su hijo Joaquín—, teníamos que avisar a la mujer de un guardia que estaba estudiando enfermería para que nos las inyectara».
Aunque aquella era una zona en la que abundaba la caza de numerosas y apreciadas especies cinegéticas, incluido el lince, considerado alimaña en aquella época, los habitantes del poblado no iban mucho más allá de poner unas trampas para cazar algunos conejos para guisarlos con arroz, ya que se abastecían de la carne de los cochinos, cabras y gallinas que ellos mismos criaban en los médanos. La camarina, ese arbusto de poderes afrodisíacos y curativos en la medicina popular, utilizada en otros tiempos para curar las lombrices intestinales y bajar la fiebre, constituyó un alimento como fruto del bosque para los habitantes del poblado. La camarina habita en las dunas y zonas arenosas de todo el litoral atlántico, florece en primavera y da un fruto carnoso, de sabor ácido, con el que antiguamente se elaboraban licores y mermeladas. Los huevos de las gallinas del poblado tenían un sabor especial, pues este fruto era uno de sus principales alimentos nutritivos. La camarina está hoy en peligro de extinción, siendo Mazagón y Doñana uno de los últimos reductos donde más abunda.
Las chozas de estos pescadores formaban parte de esa ancestral arquitectura popular, que hoy todavía se conserva en algunos lugares como testimonio de la vida tradicional del hombre en Doñana y su entorno. En su construcción se empleaban materiales de la propia naturaleza, como el barrón, la sabina, el enebro, la castañuela, el brezo y el bayunco, que conjugaban perfectamente con el entorno por su integración en el paisaje. Estos pescadores, fieles a la tradición, construyeron sus chozas de una planta rectangular, sobre un zócalo como base de la estructura de madera de pino, y una cubierta inclinada a dos aguas. Luego la recubrían con barrón, que era lo que más abundaba, cosiéndolo a la estructura y dejándola totalmente aislada. El pavimento era de albero compactado o corcha. Hoy podemos gastar un buen puñado de euros para calentar nuestra casa en invierno o bien para enfriarla en el verano, consumiendo una gran cantidad de energía que va en detrimento de nuestro medio ambiente. Sin embargo, la arquitectura de aquellas chozas estaba pensada para tener una temperatura confortable, fresca en verano y templada en invierno, sin necesidad de recurrir a otros remedios.
Es importante explicar la diferencia que existía entre el chozo y la choza. El primero era una construcción simple, hecha con materiales poco resistentes, que era utilizada para estancias cortas o bien para guardar materiales; mientras que la segunda era una construcción más sólida y fabricada concienzudamente para ser utilizada como vivienda habitual.
Aquel poblado estaba creciendo demasiado: nuevas parejas, nuevos retoños; bodas, bautizos y comuniones, que requerían la presencia de la Iglesia para predicar el Evangelio entre sus habitantes. Luis y Esteban, dos misioneros vascos, que ejercían su labor con ilusión y entrega, fueron los primeros en llegar por allí para mantener viva la fe cristiana de las familias de aquellos pescadores que vivían aislados de la ciudad. Llegaban por primavera y solían estar allí entre ocho y diez días, dependiendo de las actividades que tuvieran que realizar y del itinerario pendiente. Confesaban, casaban, bautizaban y daban la comunión a todos los habitantes del poblado. Al principio se improvisaba un altar en cualquier lugar del poblado para dar la misa, pero luego Joaquín mandó construir una choza que se dedicó exclusivamente al culto, y se instaló un altar que hizo el carpintero Ignacio, el Morito, en el que se colocó una imagen de la Virgen del Carmen que había sido regalada por el cardenal de Sevilla, José María Bueno Monreal, a través de los misioneros vascos. El suelo de este lugar sagrado era de corcha, y en el altar nunca le faltaban flores frescas a la Virgen, que las mujeres se encargaban de llevar andando desde las Casas de Bonares.
Las hijas de Joaquín, Carmen y Adelina, hicieron la Primera Comunión el mismo día en aquella capilla. Allí se casó también su hijo José con Francisca Morgado Martín, en el año 1955; y ese mismo día se casaron también una pareja de Sanlúcar y otra de Lepe, que llevaban un tiempo viviendo en “pecado” y fueron animadas por Joaquín a contraer matrimonio, aprovechando la ocasión. La ceremonia fue oficiada por el cura de Almonte. El convite de las tres parejas lo pagó Joaquín, y consistió en una gran variedad de pescado, como no podía ser de otra manera, y una arroba de vino que fue repartida entre los invitados en una lata de leche condensada.
Uno de los actos más emotivos que realizaron aquellos dos misioneros vascos, fue una misa que se celebró en alta mar, en el lugar donde estaba calada la almadraba, en presencia de la imagen de la Virgen del Carmen. A la misa asistieron las familias de los cuarteles y de los poblados de Mazagón. De vuelta a tierra, los asistentes acompañaron a la Virgen en procesión hasta la capilla del poblado.
La escolarización de los niños del poblado del Loro y del cuartel de la Guardia Civil, se repartió entre las escuelas de los poblados forestales de Mazagón y Abalario, a las que acudían andando; y más tarde en el colegio del poblado de Los Cabezudos en régimen de internos. Para ir a la escuela del poblado de Mazagón había que recorrer a diario un largo camino, que realizaban a pie por la playa hasta llegar a un sendero entre la playa de Rompeculos y el Parador que sube al poblado forestal. Sendero, hoy día oculto por la maleza, que en verano suele ser descubierto por los viejos conocedores de estos parajes para acceder desde el poblado a una de las playas más bellas del litoral onubense. Arriba en el poblado, propiedad del Patrimonio Forestal del Estado, les esperaba el maestro Don Francisco Díaz Torres, un alicantino que llegó a este poblado en 1954, cuando fue inaugurada la escuela, en la que ejerció durante quince años. En la escuela había 63 alumnos, entre niños y niñas de 6 a 14 años, predominando las niñas. Había otro grupo de alumnos de mayor edad que recibían clases por las tardes, pues en aquella escuela —la única que había en Mazagón— no sólo se atendía a los niños de los trabajadores del Patrimonio, sino también a los niños de los albañiles de Rociana y Bonares que trabajaban en la construcción en Mazagón, y a los niños de las familias del poblado del Loro. En la mayoría de los casos era el propio maestro el que se encargaba de su escolarización, y otras veces eran los padres los que solicitaban su ingreso. Muchas personas mayores del campo acudían por las noches a la escuela para que Don Francisco les enseñara lo más básico. Muchos de ellos aprendieron a firmar bajo la luz de los carburos, porque en aquel poblado no había luz eléctrica. La enseñanza reglada hasta los 14 años, allí era ampliada hasta edades indefinidas.
Aunque el sistema educativo de todas las escuelas de los poblados forestales: Mazagón, Abalario, La Mediana, Los Cabezudos y Los Bodegones, dependía directamente de las autoridades del Patrimonio Forestal del Estado, en éste se adivinaba, en forma de inspiración y de algún tipo de control ideológico, la mano de los jesuitas. No sería correcto decir que estas escuelas se pusieron en marcha como una forma de evangelización, es decir, que fueron concebidas como obras misioneras, pero sí sirvieron de vehículo para este fin. La sede central de las escuelas estaba en Los Cabezudos, desde donde enviaban instrucciones a los maestros diciéndoles qué era lo que tenían que hacer todas las semanas.
Joaquín fue un hombre de un gran poder económico y comercial, llegando a dirigir un imperio pesquero en las playas de Castilla, pues no sólo daba trabajo a ese centenar de pescadores, sino que además, creó numerosos puestos de trabajo, como eran el de los arrieros que transportaban el pescado con sus bestias en las jangarillas a Pilas, Almonte, Rociana, Moguer y Palos de la Frontera. El pescado llegaba a Huelva y a Sanlúcar a través de dos barcos de vela y uno a motor, El Cernícalo, patroneado por un hombre de Sanlúcar al que le apodaban El Cuervo.
Una tarde dieron aviso a Joaquín de que un grupo de personas que se encontraban de cacería se habían quedado atascadas con un vehículo en la playa. Éste ordenó a varios hombres que se acercaran a socorrerlos y llevarlos al poblado, y cuando llegaron allí la sorpresa fue mayúscula. Se trataba, nada más y nada menos que del Rey Alfonso XIII, abuelo del Rey Juan Carlos I, asiduo visitante de las tierras de Doñana por su afición a la caza. El Rey, que iba acompañado del conservero onubense José Tejero Vizcaíno, amigo íntimo, fue llevado junto a éste al poblado del Loro, donde fueron recibidos por Joaquín. Los hombres de Joaquín volvieron a la playa para retirar el vehículo y la caza y llevarla al poblado. «Habían cazado muchos ciervos y los colocaron todos extendidos en el suelo frente a la choza de mi padre», recuerda su hija María. El Rey durmió aquella noche en la choza de Joaquín, y José Tejero, muy conocido por los vecinos del poblado por sus frecuentes paseos por los médanos con la escopeta al hombro, fue llevado a Huelva. Al día siguiente, antes de partir hacia su residencia en Doñana, el Rey, en un gesto de agradecimiento metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda de plata de cinco pesetas y se la regaló a su mujer. La familia sigue conservando esa moneda como un valioso recuerdo.
El 10 de febrero de 1964, Joaquín Suárez García fallecía a consecuencia de una enfermedad en el hígado que se lo llevó en poco más de un mes. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Palos de la Frontera. Sus familiares continuaron durante algún tiempo dedicándose a la pesca, hasta que, poco a poco se fueron desligando de ella para dedicarse a otras actividades. Algunos de sus descendientes se dedicaron al negocio de la hostelería y hoy regentan los populares restaurantes El Choco y Torre del Loro de Mazagón, y Bares el Choco de Ayamonte.