R.F.B. El anuncio hace unos días de la puesta en marcha de una comisión para sentar las bases y dar forma a un concurso de ideas arquitectónicas para realzar el Muelle Embarcadero de Mineral de la Compañía de Rio Tinto ha generado reacciones como era de esperar. El viejo muelle es sentido por la mayoría de la población como uno de los símbolos más característicos de la ciudad y la actuación sobre él, tras la mutilación de los setenta y las cuestionables intervenciones posteriores, es algo deseado y motivo de preocupación a un tiempo.
La comisión está formada por el Ayuntamiento de Huelva, la Autoridad Portuaria y el Colegio de Arquitectos. De entrada se echa en falta la presencia de la Universidad, donde hay numerosos profesores que podrían aportar una adecuada perspectiva en términos de patrimonio histórico e identidad.
Ya hay pronunciamientos como el del Círculo del Patrimonio Cultural de Huelva, que ha hecho público un comunicado que, a nuestro juicio, no tiene desperdicio. La situación se nos presenta como crítica, una oportunidad para recuperar el muelle o para dar definitivamente al traste con cualquier expectativa de que no quede como algo tristemente residual.
En redes sociales ebullicionan las manifestaciones porque lo que se haga sea una restauración sin más, lejos de ensayos y propuestas arriesgadas que acaben de ‘cargarse’ a esta referencia esencial de nuestra historia. Su diseñador, George Bruce, en el último tercio del XIX aventuró que su explotación duraría cien años. Acertó al milímetro, porque dejó de operar a principios de los setenta. Ojalá pueda seguir ahí, recuperado incluso en su funcionalidad -como elemento educativo y cultural- cientos de años más.
Y motivos de preocupación entendemos, como línea editorial de este medio, que debemos tener. El paseo marítimo ha sido un logro para el esparcimiento de la ciudadanía pero, a nuestro juicio no ha sido la mejor solución para la adecuación de ese espacio por muchas razones pero por una fundamental: no ha considerado como elemento esencial, con su justo protagonismo, a esa joya que es el Muelle de la Compañía de Río Tinto.
Bien al contrario, en términos prácticos ‘lo ha escondido’ sin tener en cuenta su tratamiento adecuado como Bien de Interés Cultural. Hay quien opina incluso que, antes de afrontar el ‘riesgo’ de ese concurso internacional, es mejor que se quede como está, dada la penosa situación actual tras la ruptura en dos tramos y la rehabilitación posterior.
A nuestro juicio habría que ser ambicioso y plantearse una restauración completa, que podría hacerse por fases y que, precisamente, podría comenzar con el tramo de unión de las dos partes actuales del muelle. Y aquí, con la citada comisión, surge una oportunidad única.
En gustos no hay nada escrito, ya lo sabemos y respetamos, pero lo que también es constatable es que el mal gusto ha venido siendo una de las constantes en las décadas de desarrollismo que ha sufrido esta ciudad. Y ese mal gusto, esa indefinición siempre basada en premisas como la inexistencia de elementos a conservar por carencia de valores arquitectónicos, hemos tenido que padecerlo en un contexto de incapacidad en general de rebeldía ante el mismo, ya sea por cortoplacismo político, por ignorancia histórico-cultural o sempiterno desarraigo derivado de una ausencia de asentamiento de generaciones autóctonas.
La clave ha solido estar en no entender que una ciudad tiene alma más allá de esos supuestos valores arquitectónicos. Y ese alma se ha construido con el paso de los siglos y con todas esas vidas que a lo largo de ellos han pisado su ras, han mirado su horizonte, han respirado su aire.
Que si, que estos ancestros están en el cementerio, en los libros de historia o quien sabe donde, pero que su legado teniendo diversas vertientes conduce a ese concepto tan importante como es la identidad. Y que por mucho que se empeñen algunos, no podemos estar continuamente definiéndola rompiendo una y otra vez con el pasado, porque de esta manera al final no somos nada, no somos nadie.
Algunos artículos anteriores relacionados: