Félix Morales Prado. “Desde la azotea, el hombre soltó un enorme globo de papel. Prendió la mecha y… ¡ahí va ese gordo sueño de colores —anaranjado, verde, rojo y violeta—, flotando loco en el celeste inmenso del verano, viajando en la brisa a la deriva, atravesando campos, ciudades, campanarios blancos…! Los niños lo señalan con el dedo y él los afirma en sus creencias. ¡Quimera inalcanzable! Solo, anima el silencio de las tórridas campiñas despobladas e irrumpe, sorprendiendo, sobre las muchedumbres de las playas. Y sigue lejos, leeejos…”. Al escribir este pequeño fragmento de un antiguo libro mío, tenía en mente los aerostatos Montgolfier que volaban durante los días de las fiestas de agosto.
Porque decoraban los cielos de fantasía y misterio y ocurrían inesperadamente, sin congregar multitudes, visibles desde cualquier lugar, mi rincón del jardín, un banco de la plaza, el pinar o las orillas, ofrecidos al que soñaba en soledad o a los que lo aplaudían en grupo, eran, casi de naturaleza onírica, mi suceso favorito de estas celebraciones. También como espectros salidos de una ficción podían aparecer en cualquier sitio, jugando a perseguirnos, los divertidos y grotescos gigantes y cabezudos. Ya estaban bailando en la ría, ya corrían por la calle Ancha, se perdían por el mercado o nos daban un susto bajando, súbitos, de las dunas. Y los chiquillos, entre gritos, risas y bromas, huíamos, les tirábamos de las telas de sus vestiduras polícromas que colgaban de los brazos o flameaban al viento, participábamos felices en la mojiganga.
En las carreras de cintas los participantes daban vueltas a la Plaza de Pérez Pastor montados en sus bicicletas. Mientras conducían con una mano, en la otra llevaban una varita con la que debían ensartar unas anillas sujetas a cuerdas terciadas en un punto del recorrido y que, al tirar de ellas, liberaban unos listones enrollados en sendos carretes. Ganaba quien más rápido consiguiese más cintas. El ambiente me recordaba a los torneos medievales vistos en el cine. Siempre pensé que tras mi evocación no había sino figuraciones infantiles. Posteriormente he sabido que tales justas antiguas son, efectivamente, el antecedente histórico de este tipo de competición. Igual de emocionante o más era la cucaña acuática, en la que los muchachos caminaban por un palo, untado de sebo y colocado en la proa de un barco, hasta caer al agua o conseguir coger el trofeo: un banderín que había en la punta del mástil. Las gincanas, las regatas náuticas, los concursos de castillos de arena, el infausto tiro de pichón sustituido después por el tiro al plato… acababan de crear un ambiente lúdico durante todo el día, desde que la banda de música recorría las calles tocando una diana para despertar al pueblo.
En aquellos años, finales de los cincuenta, principios de los sesenta del siglo veinte, no había todavía en el Carmen de Punta Umbría tiovivos, ni coches de choque, ni el látigo, ni el tren de la bruja, ni el laberinto, ni noria, ni todas las otras atracciones de feria que acudían a las otras ciudades y municipios a los que sí llegaba la carretera. Pero, como muchas otras cosas del lugar en aquel tiempo, tenían carácter, personalidad, no se parecían a las de otros sitios, más o menos uniformes entre ellas; y estaban vivas por el entusiasmo y la creatividad colectivas con las que se vivían. Eran unas festividades humildes, artesanales, naifs, ingenuas. Y por eso mismo más verdaderas, más auténticas, más ellas mismas. Sin grandes alardes, estaban envueltas en la todavía posible poesía de la inocencia, transcurrían entre juegos que no requerían un derroche de recursos sino la ilusión y la entrega que el pueblo pone en festejarse a sí mismo y a la vida.
El día grande, quince de agosto, día de la Virgen, una procesión acuática la paseaba en una de las canoas de Pascasio y escoltada por una barahúnda de barcos de todo tipo, que la saludaban y celebraban con las bocinas y, en medio de gran algarabía y espectáculo impresionista, la acompañaban hasta la mar mientras una multitud contemplaba y aplaudía desde la orilla. Cada jornada se cerraba con bailes celebrados en un sitio o en otro, ya en el Club Náutico, ya en el Club de Tenis, en el Casino o en la Plaza Pérez Pastor. Los de unos años los recuerdo, de otros sólo recuerdo la música que llegaba hasta mi cuarto, donde dormía con la ventana abierta aspirando el aroma de la dama de noche y oyendo las notas que temblaban en la brisa marina.
Los fuegos artificiales ponían, la última noche, el broche final. Tuvieron distintos escenarios: el paseo, el muelle, la ría, la playa… Con sus palmeras, sus ruedas y sus castillos, incendios multicolores y resplandecientes que creaban en el cielo un efímero pero intenso mundo imaginario, eran esperados con ilusión pero también con la certeza melancólica de que los feriados terminaban con ellos. El año que más me gustaron fue uno en el que los quemaron en la playa. Yo ya había entrado en la adolescencia. Con mi pose de entonces de poeta huraño que ahora contemplo con una cierta indulgencia, quise verlos desde lo alto de un médano apartado. El tropel de siluetas de la gente, a lo lejos, recortadas contra los destellos y con el mar de fondo, se me figuraban una hermosa fantasmagoría, un sueño, como sólo una ensoñación llegaría a ser con el paso de los años, tristemente, aquella Punta Umbría prodigiosa.
1 comentario en «Las fiestas del Carmen»
Que recuerdos más lindos???