RFB. Si no ha tenido la oportunidad de conversar un buen rato con un agricultor en su propio habitat, no lo dude, hágalo. Se aprende, se aprende mucho y se disfruta porque, al fin y al cabo, aquí está nuestro origen y nuestra subsistencia, la más natural y menos volatil. Un mínimo de curiosidad invita a escuchar tanta sabiduría que, además, es una parte esencial de nuestra cultura, con mucha frecuencia olvidada. Por eso aquel día, tras visitar la Cooperativa Nuestra Señora de la Oliva nos encaminamos a la finca de un agricultor muy especial.
Marcelino Forero es un libro abierto, un hombre de campo de Gibraleón -buena carta de presentación- que lleva toda la vida cultivando, cuidando y mimando su tierra y sus árboles. Nada menos que sesenta y cinco años de experiencia agraria le confieren un perfil interesantísimo.
Aunque viva en el pueblo, en realidad vive allí, en su finca de unas diecisiete hectáreas que con mucho esfuerzo y tesón ha ido floreciendo. Y vive allí porque es más él que nunca en ese espacio coloreado de verdes, naranjas y ocres de tantas tonalidades como podamos imaginar. Su finca aparte de bonita la tiene impecable de ordenada, de lustrosa.
Como si fuera su casa, que lo es, y a sus inquilinos -los olivos y naranjos- los quisiese tratar con el mayor esmero, en perenne estado de revista, como le hacían estar cuando la ‘mili’ en el aeropuerto de La Parra, en Jerez, hace cincuenta y muchos años. Su casa y… su familia. Marcelino es hijo único y no llegó a casarse, con lo que, algo así como un sacerdote de la ‘religión agrícola’, ha podido aplicar todas sus energías al campo, sin interferencias.
El resultado es, como decíamos, una explotación excelente de la que -aunque no lo exprese abiertamente- es indudable que se siente orgulloso.
Su historia, la historia de su finca, se inicia en su abuelo, que llegó de Cortegana a Gibraleón habiendo sido originariamente carbonero. Este adquirió aquellos primerizos terrenos de 76 fanegas. El abuelo la explotó y luego la heredaron sus seis hijos, uno de ellos el padre de Marcelino.
Haciendo las cuentas le correspondian unas ocho hectáreas, pero Marcelino nos contó que empezó con cinco. A los catorce años salió de la escuela. Su padre tenía olivos e higueras, y allí empezó el caminar en el trabajo de nuestro protagonista. Cuando vuelve de la mili, en 1964, ya se hace cargo de la finca y se compra su primer tractor. Al principio, a parte de algunos olivos primigenios cultivó remolacha y girasol, y también cortaba madera y hojas de eucalipto para esencias.
Más tarde, a partir de 1986 -bastante pionero- plantó fresas. No quedó muy convencido de los pros y los contras de este cultivo y, definitivamente, decidió acompañar a los olivos con naranjos, y esta es la configuración actual de su terreno. Se quedó con el oro y el naranja como colores predominantes.
Su terreno lo ha ido conformando con los años como si se tratase de un puzzle a recomponer. Tuvo que ir comprando sucesivas parcelas de sus primos para completar la finca actual.
Y no fue fácil, porque tuvo importante competencia como posibles compradores de estas distintas propiedades. Su ilusión era ir configurando una finca como la actual y reconoce que para ello tuvo incluso que pagar precios sobrevalorados por la razón anterior. Lo consiguió, y eso le hace feliz, obviamente más que el dinero. Su actividad tiene, como toda iniciativa empresarial, una finalidad básica lucrativa, pero hablando con él es fácil entender que esa no es su motivación principal.
Su propósito es vivir, y su vida es su finca, sus olivos y hoy sus naranjos. Y eso le proporciona energías para, con nada menos que setenta y nueve años, afrontar cada jornada la dureza propia de esta profesión no suficientemente valorada.
Las diecisiete hectáreas de su explotación se dividen en unas diez de olivos -variedad picual, que es la que más le gusta- y siete de naranjos. Los olivos están en semi-regadío y los naranjos en regadío.
En 1986 empezó a buscar agua y en la actualidad forma parte de la Comunidad de Regantes Surandévalo. Nos muestra con satisfacción su equipamiento para regadío, que parece ideal técnicamente para la gestión de los cultivos en los que tiene centrada la actividad.
Ahora su finca está como a él le gusta y, disfrutándola, deseraría tener 30 años para hacerlo con esa edad. Estos desajustes cronológicos suelen pasar para todos. Su vitalidad le viene de herencia, sus padres fallecieron bastante mayores. El ama más al olivo que al naranjo, pero este último proporciona más rentabilidad. Y ese amor por los olivos lo reparte entre los 288 ejemplares que cuida, uno a uno, con verdadero mimo.
Nos habla del arte de la poda, fundamental para tener los olivos ‘como Dios manda‘. Y la habilidad de coger la aceituna en el momento justo, donde optimicemos las variables calidad y rendimiento. Si se coge antes se aumenta la calidad pero en detrimento del rendimiento, y viceversa. Las aceitunas van a la cooperativa y las naranjas están en los árboles a la espera del corredor que se quede con la producción.
Mantiene como reliquia dos de los olivos originales de la finca, de variedad verdial, de aquellos que plantó su abuelo en 1924. Y una vieja higuera. El tiempo pasa rápido, como nos dice Marcelino. Esta afirmación lapidaria, y evidente, también es aplicable en la charla con nuestro nuevo amigo, que se desliza consumiendo el tiempo con más celeridad de la esperada. No te aburres con este agricultor de Gibraleón, desde luego. Marcelino es un socio muy característico de la Cooperativa Nuestra Señora de la Oliva de Gibraleón, con lo que cuando consumamos aceite Oleodiel puede que en ese oro líquido, que nos proporciona tanta salud, vaya implícito el sorprendente esfuerzo de este olontense singular. Felicidades, Marcelino.