Félix Morales Prado. Al Capitán Don Francisco de las Dunas, in memoriam
Cuando mi padre llegó a Punta Umbría en los años cuarenta todavía usaban faluchos para ir a la pesca. Me contó que un amanecer, regresando en el charré de visitar a un enfermo, se detuvo en la orilla de la ría a contemplar la entrada de estos barcos desde el mar en la luz de oro del alba que arrancaba brillos de plata a las montañas de sardinas apiladas en las cubiertas. Con sus blancas velas latinas desplegadas e infladas por la brisa, se deslizaban por la superficie tranquila acariciándola. Aunque en mi infancia seguían existiendo, ya los motores se imponían como elemento del progreso con su triquitraque que se perdía en ecos por los cielos del pueblo y en vez de lamer el agua transparente con quillas silenciosas empujadas por el viento, la teñían con venenoso iris de gasoil. La modernidad se impone a la tradición y su eficacia golpea a veces la belleza, la adultez arrasa a la inocencia.
De cuando tuve edad para guardar memoria de las cosas, recuerdo una mezcla de varios tipos de naves. Junto a las que ya he mencionado, nobles herramientas de trabajo de los marineros, surcaban la ría, también el océano, para recreo de los que podían dedicar tiempo y dinero a ello, los gráciles y pacíficos balandros suavemente llevados por el aire que inflaba la mayor y el foque o los más agresivos y estrepitosos deslizadores fueraborda (de los que tenía prestigio, no sé si por sus cualidades o por la fama de su dueño, el de El Litri). Rayaban estos últimos el agua con líneas impetuosas que levantaban un alboroto de oleajes blancos volviendo efervescente la paz de la mañana veraniega mientras, tal vez, un esquiador o esquiadora arrastrado a toda velocidad, saludaba jovial y sonriente sobre sus esquís. Los yates, cosas de los más ricos de los ricos, que alternaban vela y motor, casi siempre fondeados, cuando se movían era para enfilar el mar mientras, a bordo, la jet set, la élite, tomaba el sol con sus elegantes gafas de sol caladas, sus gestos abúlicos de dolce far niente y sus daiquiris en la mano. Todo un rebaño, en fin, de embarcaciones poblaba el puerto, desde los pequeños cruceros con cabina y motorizados, para pescadores deportivos, pasando por alguna exótica goleta, hasta las humildes pateras, de fondo plano, sin quilla, impulsadas con manso esfuerzo a remo…
No fui mucho de navegar. Apenas me embarqué. Nunca en profesionales arrastreros, palangreros o de trasmallo para ir a la sardina, a la chirla o a la caballa. Sé que algunos entre mis conocidos sí. Yo no tuve ocasión. Lo más que hice fue ir a Mazagón o a altamar en ese tipo de embarcaciones un par de veces. Fui más de mirar el mar desde la orilla. Navegante de orillas, como reza el título del primer libro de poemas de mi hermano Emilio; marinero en tierra, que diría Alberti.
A pesar de ello, alguna experiencia náutica tuve. Y muy poética aunque de poco calado. Porque la belleza que emana de la realidad no está del todo en esa realidad de dudosa objetividad si no contamos con la percepción que contribuye a inventarla. Con el Capitán Don Francisco de las Dunas, magnífico poeta, amigo y audaz aventurero, singlé en su primer y modesto bote con un pequeño motor la ría con sus caños y esteros, en los que exploramos los espacios mágicos que se dibujaban en tales territorios bajo el canicular sol cenital o en los melancólicos crepúsculos vespertinos que pintaban sus aguas de rubí.
En más de una ocasión nos acercamos a la isla de Pepe López, una especie de San Borondón o Isla Bermeja puntaumbrieña que desaparecía y volvía a aparecer con las mareas, a la que se refería más tarde mi amigo cuando escribió: “A poniente de Saltés sagrada existen islas que el Atlántico posee. Son islas de muchas aves y ningún árbol. Sólo yerbas empolvadas de limo sobre las que mueren los cangrejos y las caracolas. Acaso alguna pita, un olvidado cañaveral. Y siempre mucho viento. El mar siempre tiene cuatro vientos y en estas pequeñas islas parece que se cruzan y ponen un centro de vientos que a las gaviotas asusta y dispersa junto al sol (…) En estas islas algunos hombres de buen gusto depositan horas de indolencia. En ellas el ocio se convierte en religión. (…) Algunos hombres vamos a estas islas, como los antiguos iban a Delfos para conocerse mejor a ellos mismos”. No eran, sin embargo, en aquella ocasión los vientos los que asustaban a las gaviotas, que esa vez echábamos de menos por escasas. A la mitad de nuestro paseo contemplativo, oímos estampidos hacia el oeste y, más tarde, nos fuimos topando en el camino con decenas de gaviotas ensangrentadas, muertas a tiros para nada, por el diabólico placer de matar. Miramos a lo lejos y pudimos ver en la orilla pequeñas siluetas de hombres que portaban armas y estaban abordando un leño atracado que al momento zarpó. Hasta aquellos espacios solitarios e inocentes también llegaba la sinrazón de la violencia gratuita.
A nuestro regreso, nos cruzamos con un banco de lisas que saltaban como ciegas cayendo dentro de la lancha. La escena era magnífica y peregrina y digno de verse cómo devolvíamos al agua, a toda prisa y sin dar abasto, los peces que, en su aturdimiento, se habían pescado a sí mismos.
Se ponía el sol y retrasamos la vuelta para llegar a la altura de La Peguera y ver, al pairo, el espectáculo del lubricán, que lo envolvía todo en un misterio en el que intentábamos diluir la triste crueldad y estupidez humanas de las que fuimos testigos en la isla. Yo escribiría más tarde en “La inocencia herida”:
“Las garzas le crecen a la marisma vespertina. Una irisación color de sol recorta su imagen al fondo, lejos de nuestra meta. Todo esto es como un vino, como un bálsamo ofrecido a nuestra existencia ciertamente dolorosa y dura. En la barca, mi amigo y yo permanecemos tranquilos. Nos sabemos flotando en el tiempo definitivo”.