El viejo del acordeón y las moreras

El viejo del acordeón.
El viejo del acordeón.

Félix Morales Prado. Su aparición era una de las señales del comienzo del verano. Alto, enjuto, vestía un blusón manchego o chambra de paño gris, pantalones negros, gorrilla también gris y alpargatas. Llegaba cualquier día en la canoa y se sentaba en el Camino de la Playa, encima de un cajón, cántaro lleno de agua al lado, frente a una misteriosa casa invadida de lantanas y otras enredaderas. A sus pies, ponía un trapo destinado a recibir las monedas que le donaban mientras tocaba en su acordeón de teclas “Valencia” y más pasodobles incansablemente, amenizando el paseo de los bañistas que se dirigían al mar bajo la luz cegadora y las sombras danzantes de hojas de moreras sobre las losas de hormigón. Moreras que daban unos frutos, moras blancas o moradas, con aroma de hierbas y rezumantes de un almíbar muy dulce que, naturalmente, nos gustaba coger y comer. Para cogerlas utilizábamos distintas técnicas, cada cual más o menos trabajosa, arriesgada o eficaz. Arrojarles piedras era la más burda (por no decir la más burra) y, de todas, la menos efectiva. A continuación, estaba la de utilizar un palo suficientemente largo para hacerlas caer. No siempre teníamos un palo o no siempre era suficientemente largo. Al fin, la más expeditiva y provechosa era subirse al árbol y recolectarlas a mano, lo que tenía el inconveniente de que podía sorprenderte el policía municipal cuando estabas arriba. O podías caerte. O ambas cosas.

A la hora del almuerzo no era raro que el músico se presentara en la puerta de atrás, la de la cocina, con una lata en una mano y una cuchara en la otra. Le echaban en el recipiente un par de cacillos del guiso del día, daba las gracias y se iba. Aún percibiéndola como triste, desde mi sensibilidad infantil no era plenamente consciente de la palmaria injusticia que aquella escena implicaba. Me limitaba a apreciar la entrañable presencia de aquel señor que daba vida y colorido con sus melodías a la película de mis meses estivales. Aunque en las ingenuas y tontas habladurías infantiles aparecía como un multimillonario tacaño que no quería gastar sus riquezas por pura avaricia y que guardaba todo el dinero que ganaba. “Oliver Twist” y “Canción de Navidad”, de Charles Dickens, me dieron a conocer a los personajes de los avaros Fagin o Scrooge, con los que, llevado por estos chismes absurdos, identificaba al pobre acordeonista. Qué triste historia vital había detrás de aquella melancólica existencia sólo Dios y él lo sabrían.

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¿A dónde iba a la hora de la siesta, huyendo del calor del mediodía? ¿Cuál era su refugio? Una tarde en la que jugábamos mientras todos dormían (pues para nosotros no había siesta que valiera si podíamos evitarla), lo seguimos. No sé si de verdad caminaba sigilosamente o nuestra imaginación intentaba darle más dramatismo a la escena. Paró junto a la pared del tenis, detrás de una duna, supuesto resguardo contra intrusos. Allí se tendió a dormir. Ya satisfecha nuestra curiosidad, corrimos en dirección a La Peña, armando el consiguiente alboroto al pasar junto a él, que se incorporó a mirarnos con manso gesto de contrariedad. Íbamos, después de intentar la cosecha en la más tarde llamada Calle Lepanto, hacia la morera de La Pajarita, cerca del otro tenis, el de los ingleses, hoy desaparecido. Esta daba unas moras más pequeñas que las otras pero más azucaradas. No había gran peligro de accidente porque el tronco era bajito y su ramaje fácilmente practicable. Sin embargo, como nada es perfecto en esta vida, un percance me demostró que toda aventura tiene sus riesgos, por chicos que sean. Era festivo. Yo había salido de misa y llevaba puesta la ropa de los domingos. Estrenaba mis primeros pantalones largos, a los que no estaba acostumbrado y que me restaban agilidad. De tergal eran, un tejido que se hizo rápidamente popular por no arrugarse y que parecía ser entonces el summum de la elegancia. Pues no sé cómo, al pasar de una rama a otra, en alguna me enganché y me hizo un siete (desgarrón con la forma de ese número) muy considerable, no sólo en el pantalón sino también en el muslo. Apretándome la herida con la mano para contener la hemorragia y pálido, según me dijo mi madre cuando llegué, me fui a casa. Al entrar por la puerta escuchaba, a lo lejos, la tonada que casi inconscientemente canturreaba en mi interior: “Valenciaaaa / es la tierra de las flores, de la luz y del amooor…”.

No sé si por este lance, si bien los frutos de la morera de La Pajarita eran mucho más fáciles de conseguir y probablemente más exquisitos (mas lo entiendo opinable, sujeto a gustos y lo someto, a la postre, al dictamen de los expertos), mis predilectas eran las del Camino de la Playa, uno de los emblemas de Punta Umbría junto a su Viejo del Acordeón, cuya llegada, como dije, estaba entre las señales del comienzo del verano. Una de las señales de que el verano se terminaba era que el Viejo del Acordeón se había marchado.


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3 comentarios en «El viejo del acordeón y las moreras»

  1. Hola,¿ guarda alguna relación la morera de la Pajarita con las dos que se situaban en la curva del trazado antes de llegar a la actual carretera? Donde una señora montaba un puestecillo. ¿ Y en nombre de donde le viene?

  2. No. Esas otras dos, bajo las que se ponía la señora que vendía barquitos de corcho, higos chumbos y agua fresca, formaban parte de las del Camino de la Playa y estaban casi al final de este. La de «La Pajarita» (que creo que era un apodo de alguien que vivía en la casa de al lado) estaba muy cerca del Tenis de los Ingleses, lo que hoy es la Urbanización Punta de los Ingleses.

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