Félix Morales Prado. La iglesia antigua, la primera que se construyó en Punta Umbría, no se llamaba Iglesia de Lourdes sino Iglesia del Carmen. De hecho, la imagen que hay en lo que sería el tímpano de la portada es de una Virgen del Carmen, no de una Virgen de Lourdes. Creo que fue el cura mexicano el que tuvo la idea de cambiar la advocación, según mis noticias, en homenaje a la mujer de un benefactor.
El arquitecto que la construyó, José María Pérez Carasa, el autor racionalista más conocido de Huelva, cuenta en el municipio con otros edificios, como Villa Pepita o el denominado precisamente Chalet Pérez Carasa, que ha estado en dos sitios distintos: la Punta de la Canaleta, donde lo tiró el mar, y su actual ubicación, sólo a unos metros del templo.
El antedicho sacerdote puso en la entrada un cartel que rezaba (como es debido, dado el lugar): “Es casa de Dios, siempre abierta. Pase”. Y, efectivamente, estaba siempre abierta. Que yo sepa. Si la empujabas, la puerta cedía dando ingreso a una penumbra tranquila y álgida. En invierno. En verano, fresquita. A la derecha estaba, no sé si sigue estando, el baptisterio. Y frente a la pila y arriba, en una hornacina, San Nicolás, origen del actual Santa Claus, con un barreño de madera a sus pies y dentro de éste tres niños que, a pesar de haber sido descuartizados por su asesino, resucitó perfectamente recompuestos. La historia y la estatua me daban, no sé por qué, un poco de repeluco.
Constaba la parroquia de sólo una nave con dos filas de bancos. Los de un lado eran para los hombres y para los niños, que se sentaban delante; los del otro eran para las mujeres y para las niñas, que también se sentaban delante. En el pasillo que había junto a los de las damas estaban los reclinatorios de las señoras más asiduas. A la cabecera, detrás del altar, en el centro había una imagen de la Virgen del Carmen, a su izquierda otra de San Sebastián, patrón del pueblo, desnudo (bueno, casi desnudo), atado a un árbol y asaeteado. De chico me daba pena del pobre, ahí sangrando con todas esas flechas clavadas. A la derecha, una tercera hornacina contenía a la Inmaculada, descalza y pisando a una serpiente.
Allí oficié de monaguillo. Aunque no recuerdo haber durado mucho. Según mi memoria, en esos tiempos éramos seis: Tomás, Vito, Aurelio, Manolín, Pepe Luis y yo. El vestuario consistía en una sotana roja y un roquete blanco; nuestra tarea, en asistir al párroco en la liturgia, en los entierros, en los bautizos, en las procesiones, cuando llevaba los santos óleos a casa de un enfermo, en las misas… En mi época, todavía se decían en latín y teníamos que aprendernos el guión en unos cuadernillos que nos daban. Al comienzo el oficiante, mirando hacia el altar (entonces aún celebraban la misa de espaldas a los fieles), con los brazos en alto, recitaba: “Introibo ad altare Dei”. A lo que los acólitos contestábamos: “Ad Deum qui laetificat iuventutem meam”. También tocábamos las campanas.
En los sepelios teníamos que dar un toque de la grande, de tañido grave y solemne, seguido de dos cuando el anterior se apagaba y estos seguidos de otro cuando se extinguía el sonido de aquellos. Y así. Eso se llamaba doblar. Y se hacía desde que salía la comitiva del clérigo con dos monaguillos y el sacristán, Celestino, a recoger al difunto hasta que se acababa el entierro. También se doblaba el dos de noviembre, Día de Difuntos. En las fechas festivas repicábamos con la campana chica, bulliciosa, aguda, alegre. Y mientras que para doblar o convocar al culto con la grande lo hacíamos desde abajo, tirando de una cuerda que había en la sala de bautismo, para repicar teníamos que subir al campanario, lo que era más divertido. Desde allí arriba veíamos un hermoso panorama a la vez que, al voltear arriba y abajo el bronce agarrados a la soga, casi subíamos por los aires.
A la iglesia acudíamos con frecuencia niños y niñas pero por separado. Por ejemplo, para la catequesis, en la que se rezaba o te contaban historias que no evoco demasiado amenas. Ir a confesarse era una lata, cuando no traumatizante escuchar aquella voz de sepulcro con olor a sotana que te susurraba el capellán.
Pero sí que había celebraciones en el año que tenían su belleza y su no sé qué poético, como la Navidad, cuando mi amigo Pepe Luis y yo nos sentábamos debajo de los dos pinos adornados con bombillas de colores que ponían a ambos lados de la puerta para sumergirnos en la magia de esas fechas o la Misa del Gallo era un enigma a causa de su nombre, o el Mes de María, el mes de mayo. Dedicado a la Virgen, se llenaba el templo de azucenas, margaritas, claveles, gardenias, rosas, hortensias, geranios, petunias, crisantemos, lilas… con lo que quedaba bañado en una alegre mezcla de colores y perfumes. Al entrar en la iglesia le parecía a uno hacerlo en un jardín fantástico, irreal. En la cabecera del pasillo situaban un monograma de madera, con las letras M y A entrelazadas y repletas de agujeritos en los cuales se ponían flores. Fiesta ingenua y de una estética peculiar, berlanguiana, venid y vamos todos…
Ya me olvidaba del Santo Cristo del Mar. Estaba justo a la entrada. Con la cabeza torcida y los ojos cerrados, parecía dormir. Yo pasaba junto a él con cierta prevención. Había visto la película ‘Marcelino Pan y Vino’ y no las tenía todas conmigo. Imaginaba que se desenclavaba una mano de la cruz y dirigiéndola hacia mí, me decía: “¿No te doy miedo?”.