Casa Perico

Félix Morales Prado. Casa Perico o el Bar de Perico fue una taberna marinera que estaba frente a la ría, al lado de la Carpintería de Varela, una de las carpinterías de ribera situadas  por la zona del Muelle de Pescadores y de las que sólo queda el recuerdo. También llamado Bar de Miguel, pues Miguel tenía por nombre el encargado, se trataba de un lugar de ambiente portuario, con su olor a alquitrán, a pescado y maresía, cuya terraza daba al embarcadero y desde la que se podían contemplar los barcos atracados o varados y las faenas propias del oficio pesquero.

Una de mis primeras visitas al Bar de Perico fue en la adolescencia temprana, acompañando a mi padre, mi tío y mi hermano mayor, que iban a tomarse una cerveza y a pedirle a Miguel que les asara, para acompañarla, un pulpo seco que algún marinero les había regalado. Sólo he vuelto a ver el pulpo hecho así en Portugal, pero no tan bueno como lo hacían en Punta.


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El sitio se convirtió, por los años setenta del siglo XX, en lugar de encuentro de poetas y artistas. Allí se les podía encontrar algunas mañanas y noches de verano hablando de política, de libros, de poesía, trasegando aguardiente o tinto barato con alguna sardina, fumando e incluso escribiendo versos en soledad o en compañía.

Se comentaban las lecturas que cada uno tenía entre manos. ‘Cien años de soledad’ estaba de moda. Todos lo leíamos. También ‘Rayuela’, así como a Alberti, a Brecht, a Lezama Lima, a Hermann Hesse, a los surrealistas, a los poetas de la Beat Generation, a Félix Grande y su ‘Blanco Spirituals’, a Alfred Jarry, a Lautremont, a Alejo Carpentier, a Lorca, a León Felipe, a Pablo Neruda y a Walt Whitman. A Juan Ramón Jiménez. Leímos un libro de un autor hoy olvidados ambos, autor y libro, ‘Entre la ciudad sí y la ciudad no’, de Evguení Evtuchenko. Y leíamos a Pío Baroja. Y a Unamuno. A nuestros casi coetáneos venecianistas los ignorábamos. Aunque yo no del todo. Guardaba mis simpatías para la Ana María Moix del ‘No time for flowers’ o “Baladas del dulce Jim”.


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A cualquier hora podía verse llegar al poeta Abelardo Rodríguez cantando con un impostado do sostenido un operístico o zarzuelero “¡Migueeeeeeeeel! ¡Una copa de viiiinooo Migueeeel!”, ocurrencia que al aludido le arrancaba indefectiblemente una sonrisa o carcajada, dependiendo del humor del día. A renglón seguido podía el poeta preguntarle al barman si habían vuelto las “escofianas”. Por aquello de echar unas inocentes risas. Pues Miguel les decía “escofianas” a unas chicas que le habían dicho que eran de “Escofia”, ese país en el que los hombres usan faldas. Luego atendía a la petición de que contase cómo había sido la guerra en Punta Umbría. Y aseguraba que en Punta Umbría no pasó nada en la guerra. Sólo, una vez, empezó a oírse un ruido de aviones que se acercaban y la gente, muy asustada, agarró mantas y la comida que pudo y corrió hacia el pinar, donde estuvo escondido hasta tres días. Después volvieron y esa fue toda la guerra que hubo allí. Según Miguel. Miguel, esa excelentísima persona que nos tenía casi prohijados, como el Doc de West Side Story a los Jets.

Escena común por las tardes eran José Antonio Antón y Julián Ávila jugando una partida de billar americano o de ping pong o el Capitán Don Francisco de las Dunas departiendo en la terraza con el también pintor y poeta, así como Francisco Blesa, Emilio Morales. Sumados el sibilino Antonio Domínguez, el Ávila grande y el chico, María Antonia Blesa, la francesa Hurard o Polito y yo mismo, poetas o artistas unos y otros no, las tertulias podían alargarse (de hecho así era la mayoría de las veces) hasta la madrugada. En ellas leía sus versos Abelardo, tocaba la guitarra Antonio Domínguez o desafinábamos todos juntos por Mercedes Sosa o Quilapayún.

Los marineros, sentados frente a su vaso de vino, insondables, ancestral dignidad de esfinges, nos miraban en silencio. Quizá una cierta justificada y socarrona curiosidad podía chispear en los ojos de alguno.

Era una época en la que toda la provincia de Huelva, capital y pueblos, no albergaba más que un puñado escaso de escritores y artistas. Entonces, además, no estaba bien visto. Ser poeta era considerado casi cosa de locos. Y, por supuesto, de ilusos e inútiles. Los jóvenes debían esforzarse en estudiar mucho para sacar las mejores notas. O trabajar. O ambas cosas. Y dejarse de pamplinas.

En aquel bar se engendraron ideas de libros y de cuadros, se pergeñaron poemas y nacieron proyectos. Pero, sobre todo, fue un espacio de reunión y refugio de aquellos que, teniendo como epicentro Punta Umbría, llegaron a ser fugazmente denominados en alguna publicación como Generación de la Playa.

¡Ah! ¡Tiempos gloriosos del Bar de Perico, cuando aún Punta Umbría era Punta Umbría!

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