La playa

La playa.
La playa.

Félix Morales Prado. Si la ría era, cristalina y en calma, silencio pausado por chapoteos tenues de leves lenguas de agua, la playa ofrecía un barullo de olas, un ruido de mareta salpicado de gritos de niños, contrapuntos de tatas y madres y armonías de vendedores ambulantes de papas fritas, parisién o gaseosas.

Así, como flotando en una sinfonía, entraría yo en la playa por primera vez con conciencia prematura y capaz, más que ninguna, de oler y oír colores, azul chillón del cielo, verde ronco del mar, blanco y salado alarido de espumas… Sinestésico. Con la conciencia cósmica de la primera infancia. Inaugural. Entraría por un lateral del Bar La Terraza, rozando el anuncio de azulejos de Bañadores Jantzen, en el que una señora esbelta se zambullía en un mar lejano e irreal como el esquemático barco de vela blanca que subrayaba su horizonte.



Nos sentaríamos bajo uno de los toldos de cañizo alineados a lo largo de la costa y, mientras cavaba con mi pala y mi cubito de lata cromados de colores alegres, encontraría conchas de diversos tamaños y texturas, torrecillas, dientes de elefante y frágiles luceros nacarados amarillos o rosas. Surgirían, sorpresivos, inofensivas tijeretas de amenazantes pinzas traseras, saltarinas pulgas de agua, negros escarabajos de playa, cabritas, con su collar dorado, que se esconden bajo la arena y de ella resurgen igual que guadianas.

Los toldos de cañizo, todos iguales, numerados, los ponía el Ayuntamiento y los alquilaba para todo el verano. Había otros, de lona a rayas azules o verdes o rojas o de colores lisos, distintos unos de otros. Esos eran de particulares. Además de los toldos, podían verse casetas que servían para que los bañistas guardaran su ropa y se cambiaran. Podían ser de madera, pintadas también a rayas, o de ladrillos. Estaban situadas cerca de los bares restaurantes distribuidos por todo el espacio de la playa en uso, La Terraza, Miramar, Terramar, San Nicolás, un trayecto largo, como de dos kilómetros, atestado de una muchedumbre multicolor y vocinglera, aunque supongo que no tanto en aquel tiempo como me parecía a mí, perdido, asustado después de haberme alejado jugando a nadar arrastrándome por la orilla, arañado el cuerpo de conchas y los pies pinchados por cardos marinos, llorando.


Puerto de Huelva

Una pareja de novios surgidos de la nada me preguntaron qué me pasaba. Debí de decirles que me había perdido. Ellos me preguntaron dónde estaban mis padres. No supe qué responder. Siguieron preguntándome hacia dónde vivía. Señalé en una dirección. Caminamos los tres hacia allí, yo de la mano de la chica de pelo rubio y rizado, que llevaba un bañador de una pieza, de tela fruncida con elástico y faldita; él, con el cuerpo brillante, de bronceador o de protector, llevaba un amplio meyba azul y lucía tupé a lo Rock Hudson. Recuerdo todo muy bien. Era muy pequeño, como de tres o cuatro años, pero no se me olvida. Tiré de la mano que me conducía. La muchacha me preguntó qué quería y, tímidamente, le dije que creía que no era por ahí el camino sino en el sentido opuesto. Comenzamos a andar hacia el otro lado y, al ratito, volví a rectificar. A la cuarta vez, el novio comenzó a perder la paciencia y la chica empezó a defenderme. Tuvieron una buena bronca.

A base de paseos arriba y abajo, pude avistar una calle que me sonaba. Tiramos por ella y enlazamos con el camino formado por dos aceras que unía mi casa con el mar. Pasamos bajo las dos moreras que daban sombra a la señora que vendía agua, higos chumbos y barquitos de corcho y ya estuve seguro de hacia dónde íbamos. El novio se paró a comprar un vaso de agua y me preguntó si yo quería. Le dije que no y que mi casa estaba allí más adelante. Olvidé darle las gracias como me tenían dicho que se debía hacer. Mi madre no lo olvidó. Estaba en la marquesina y se sorprendió mucho al verme de regreso sin los demás. Me duchó y me puso ropa limpia y fresca, creo recordar que de tela de vichy a cuadritos rojos.

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