Félix Morales Prado. Muy cerca de donde yo vivía, lindando con la Calle del Cerrito, había un bosquecillo compuesto sobre todo de pinos piñoneros y retamas blancas llamado así, La Retama, que solía ser espacio de nuestros juegos infantiles. Juegos no muy civilizados, subirnos a los pinos a coger piñas estaba entre los más tranquilos, junto a “alto” o “caldereta”, variantes del “esconder”. Pero lo más habitual era que jugásemos a las patrullas, donde nos enfrentábamos entre nosotros en verdaderas batallas campales que podían ser más blandas o más salvajes, dependiendo de las circunstancias. Llamábamos patrullas a lo que también se ha conocido como bandas, grupos organizados en torno a un líder, que tenían como objetivo guerrear entre ellas.
Corrientemente, las peleas consistían en arrojarse frutos del ricino, unas bolas rojas y compactas que, bien tiradas, podían ser proyectiles interesantes sin llegar a hacer daño, en correr, perseguidores o perseguidos, en acechar escondidos tras los árboles, esquivar los disparos o disparar utilizando, también, piedras, tirachinas, arcos y flechas y en combates singulares con porras hechas con estacas de pino o de palmera. Los arcos los fabricábamos con ramas de retama o con listones de persianas y tanza o guita. Las flechas mejores se hacían con las varillas de los cohetes, juncos que solían recolectarse los días de fiesta, cuando había pirotecnia, a falta de un juncal en condiciones en las cercanías. Las puntas de flecha más habituales eran chapas de gaseosa dobladas. Para guardar estas armas, reunirnos, establecer nuestro territorio y tener un pretexto para declarar la guerra a la mínima agresión, que solía consistir en destruirlas, construíamos cabañas que podían hacerse utilizando algún arbusto como estructura que se cubría de ramas. También podían hacerlas, los más atrevidos y hábiles, subterráneas, como especie de zulo un tanto peligroso.
Pero La Retama, aparte de ser campo de batalla, guardaba muchas otras potencialidades, como la de espacio de caza para los aficionados, que en el pueblo eran muchos. Muchos eran, sobre todo, los adeptos a la caza de fringílidos con red. Y, ad hoc, había en un punto de La Retama un bebedero en el que se colocaba una red de libro, una banda a cada lado. Cuando los pajaritos, ya fuesen verdones, chamarices, jilgueros, lúganos… se paraban a beber, se jalaba de la cuerda de tiro, lo que hacía precipitarse los dos paños sobre las incautas aves, dejándolas prisioneras.
Nunca fui cazador. Ni tampoco aficionado a las batallas realistas. Mis juegos se desarrollaban más bien en los territorios de la imaginación, donde el vuelo era más amplio y las posibilidades menos limitadas, utilizando como estímulos o puntos de partida la película vista el domingo anterior, “Los caballeros del Rey Arturo”, o los tebeos y los libros leídos, “El Capitán Trueno”, “Peter Pan y Wendy”, “Los tres mosqueteros”… Y para ello, La Retama nos ofrecía también un escenario ideal, mágico en todo tiempo, tanto en el sofocante verano en el que nos simulaba, ayudado por la fantasía, una sofocante selva tropical como en febrero o marzo cuando, con las retamas florecidas, parecía un boscaje nevado de una nieve fragante en el que siempre estaban a punto de aparecerse hadas o duendes.
A los más atrevidos nos servía de atalaya para otear al enemigo, fuese real o imaginario, un depósito de agua de la Compañía de Río Tinto, de hierro, situado a unos diez metros de altura, que procuraba épicas sensaciones. También las Casas de los Ingleses, como ya tendré ocasión de contar, podían ser puestos de vigilancia o cuarteles (de invierno, porque en verano estaban ocupadas por sus inquilinos).
La Retama, uno de los lugares emblemáticos de mi infancia, ya no existe. Este bosquecillo, como tantas otras cosas, ha desaparecido. Ni el “progreso” ni, por qué no decirlo, la especulación inmobiliaria, respetan el País de Fantasía. Y el territorio en el que estaba hoy lo ocupan modernos chalets. Quizá podría haberse transformado, casi sin tocarlo, en un parque genial. Pero supongo que eso no formaba parte de lo previsto.
1 comentario en «La Retama»
A menudo me he preguntado qué maldición ha gravitado sobre Punta Umbría durante todos estos años y la ha hecho desaparecer. Y a menudo me pregunto por que nos han robado los lugares de nuestra infancia que es robar una parte importante de la infancia, es decir, una parte importante de nosotros mismos. Es cierto que los niños poseen una visión mágica de la realidad, pero también lo es que aquellos lugares que conformaban la antigua Punta Umbría poseían magia por sí mismos. Por eso nos acogían con tan amorosa disposición, por eso nos enseñaron tantas cosas. Recuerdo La Retama que era como una continuación del patio de nuestra casa. Y, ¿cómo no?, aquel bebedero que había construido y mantenía Sánchez, el entonces guarda de las casas de Riotinto. En una ocasión Sánchez me prestó una red de una sola banda y me dio permiso para cazar en el bebedero. Yo debía de tener unos ocho años. Monté la red como pude y me escondí el en puesto, oculto por las ramas. Casi caía la tarde. No tardó en llegar un jilguero. Se posó en una gran retama y observó desconfiado. Al cabo, se alejó y se posó en el suelo. Yo tenía el corazón desbocado y apenas podía respirar. Pasaron unos segundos que me parecieron horas. Finalmente, el pajarillo volvió a la retama y casi al instante planeó hasta el bebedero. Jalé del cabo con todas mis fuerzas. La red cayó sólo a medias, pero tuve suerte. La suerte del principiante, imagino. Acerté a rescatar el jilguero de la red sin que sufriera daño y, con él en la mano, corrí como loco hasta casa para enseñárselo a nuestro padre. Mientras corría, henchido de orgullo, diez mil generaciones de cazadores vibraban en mi interior. El jilguero encontró acomodo en un cesto de mimbre hasta que, al día siguiente, conseguí una jaula.
Félix, sigue rescatando estos recuerdos esenciales que son una bendición para ti, para la vieja, la única Punta Umbría y para todos los que tuvimos la inmensa fortuna de crecer bajos su sombra protectora.