Vera Torres. Todo surge como la belleza del óxido. Esa que nace del tiempo, de la degradación y del abandono.
Es curioso cómo algo repudiado, olvidado y maltratado puede convertirse en bello.
Así nace este entorno y así nace también mi viaje. Con degradación y abandono. Con dejadez y tristeza.
Según los mejores fotógrafos, el óxido esconde una belleza inusual y agradecida que necesita del tiempo para ser conseguida.
Permítanme que discrepe.
¿Qué sucede cuando hay que extrapolar la belleza del óxido más allá de un objetivo sin querer ocultar el dolor que la ha llevado a conseguirla?
Llegué a este rincón del mundo a escasos cincuenta kilómetros del inmenso atlántico azul con la batalla perdida, dolor y rabia escondida.
Nunca antes había hablado en una crónica de la vida en primera persona. Vida, de repente, vacía y hecha pedazos tan pequeños que ni mi persona favorita pudo recogerlos.
Vida. En singular.
Llegué a este rincón del mundo a escasos cincuenta kilómetros del inmenso atlántico azul pensando que no me aportaría absolutamente nada.
Craso error.
La amabilidad de un pueblo que parece oculto en el interior de sus propios hogares fue lo primero que llamó mi atención.
Sillas solitarias en las puertas de las casas bajas esperando a ser usadas a la caída del sol. Vecinos que salen a tomar el fresco de la tarde en sus parcelas de acera.
Niños comiendo pipas en la plaza del pueblo mientras otros juegan al fútbol, tan presente como su origen. Bares repletos donde la risa y la conversación se unen al buen comer.
La Parroquia de Santa Bárbara al fondo, con su recién estrenado siglo de vida. Sin duda, una de las grandes damnificadas de la historia por culpa de la voladura en 1888 de la anterior iglesia, esa que fue testigo de «el año de los tiros» y de los acontecimientos del 4 de febrero, los que tras la primera protesta ecologista de la historia de España dejó las calles de Riotinto y alrededores sembradas de muertos sin nombres.
Mi casa por dos semanas, victoriana e impregnada de recuerdos entre sus muros rehabilitados. Muros que saben más de mí que mi hogar de Madrid.
Riotinto parece vivir dormido, como su voz en la historia. Esa que no nos enseñan en la escuela y que tanto bien nos habría hecho.
Pero esta crónica va de recomendaciones y no del dolor histórico adquirido por años, aunque ese dolor forme parte de los cimientos de este pueblo y se vislumbre en los ojos de los que bien conocen su historia.
Vivo entre sus calles el preludio del verano. Viandante arropada por cielos cerúleos de difícil comparación.
Todo lo que me rodea es como una película de Berlanga.
Pero no me malinterpreten, por favor. Es algo mágico y único saber mezclar el llanto con la risa. Y créanme, de humor y dolor, aquí, saben un rato.
No les puedo explicar muy bien cómo fui convencida para acabar haciendo senderismo extremo con unos chicos que acababa de conocer, pero recordé que una vez leí que «la vida no abandona a los valientes».
¿Saben? Últimamente me hago más preguntas de las que mi cabeza puede contestar y a la única conclusión lógica a la que llego sentada en este sofá de estilo inglés desde donde les escribo en mi quinto día de viaje es que, con los años, la valentía se disfraza de temor.
Así que me decidí.
Me quité la coraza, me desnudé ante tres desconocidos y expuse lo mejor de mí. ¡Por supuesto que también acepté ese plan de turismo alternativo! Si algo he aprendido a lo largo de los años y de los lugares recorridos es que, por mucho que la valentía se vista con los trajes del temor, yo nunca he sido de disfraces.
Salimos desde el pueblo de Berrocal y acabamos comiendo a orillas del río Tinto. Llegar a él fue tan gratificante como complicado y tan complicado como doloroso.
Caídas, risas y amigos.
Sí, leen bien, amigos. Nuevos amigos.
Porque como ya les decía, la bondad es una seña de identidad de esta tierra y de esa bondad, nacen mis nuevos amigos.
En el río se respira pureza y metal.
Los colores ocres tiñen la orilla y la llenan de piedras redondeadas por el propio curso del agua. Todo bien flanqueado por arboledas de verde infinito y cielo azul intenso.
El rojo sangrante del río no podría hacer más honor a la historia minera. Sorprendente y de incuestionable belleza.
Es curioso cómo buscamos nuestra propia desconexión al llegar allí…
En silencio, cada uno por su lado, sin preguntas ni respuestas.
Viviendo la vida en blanco rodeados de tantísimo color.
Tengo que confesarles algo con absoluta sinceridad, y es que fue allí donde me reencontré con mi paz interior. Esa que al llegar a este rincón de la manida España profunda (¡no saben lo que se pierden los que piensan así!) creía perdida y que por primera vez incluyo en una crónica tan distinta como ahora también lo soy yo.
Pero, por favor, no deben evitar el turismo convencional, ese que es necesario para tener perspectiva histórica y que se puede completar en un día si es que pasan por esta zona sin mucho tiempo.
El Museo Minero Ernest Lluch, la Peña del Hierro, el ferrocarril, la Casa 21… todo al alcance del turista aderezado con un entorno gastronómico de primera para hacer todavía más placentera la visita.
Pero si tienen tiempo, por favor, indaguen, hablen con la gente del pueblo, disfruten y vivan.
Conocer la Corta Atalaya con alguien que la siente es impagable y eso que ya la visité desde la perspectiva del turista en la ruta organizada por el Museo Minero.
Créanme, nada que ver.
Respirarla, verla en su plenitud con el viento azotando mi pelo, creer escuchar martillos estrellándose contra el metal, gritos de hombres en la ardua tarea diaria y sentir el duro trabajo de la mina.
Me teletransporté al pasado y lo hice con quien menos lo esperaba y cuando menos lo esperaba.
El Cementerio Anglicano, único en Andalucía. Un remanso de paz de enorme impacto.
Actualmente rehabilitado, dicen los de por aquí que ha perdido el encanto de antaño cuando estaba tan dañado como su historia.
En unos días llevaré flores a la tumba de William Martin en el Cementerio de la Soledad de Huelva, pero esto ya lo contaré más adelante.
Recuerdo que me encontré una sentencia sobre Huelva nada más bajarme del AVE en Santa Justa.
En una enorme fotografía del océano en todo su esplendor se podía leer: «HUELVA, LA LUZ»
No se pueden imaginar lo de acuerdo que estoy.
«HUELVA, LA LUZ»
Todo tiene luz. Desde las miradas de las personas que con entusiasmo te cuentan sus historias hasta la que le da viveza y sentido al horizonte más lejano.
Cuando no sabía de dónde iba a sacar el tiempo para visitar al hombre que nunca existió y de la forma más inesperada viajé a la capital.
El Cementerio de la Soledad está apartado de la ciudad, tiene su acceso por una carretera secundaria y escoltado por un largo camino de cipreses nos regala hasta donde nos alcanza la vista un precioso campo de girasoles.
En la tumba de mármol blanco desgastada por los años no había flores frescas más que las que nosotros llevamos, pero sí que había pequeñas plantas y pegatinas de estudiosos de la memoria histórica procedentes de países latinos, algunas pequeñas cruces de madera y bendiciones en varios idiomas.
Por cierto, algo a tener en cuenta. ¡Qué bien se come en Huelva!
Lo hicimos con vistas al muelle cargadero de la Riotinto Company, conocido como Muelle del Tinto y fiel escudero del Nuevo Colombino, apuestan los de la zona que pertenece a la escuela Eiffel aunque yo tenga mis serias dudas al respecto.
¡Ay, Huelva! La marinera, la descubridora, la de luz y de sal, la que está llena de magia y por la que días después pasearía sola.
Tharsis no entraba en mis planes iniciales de viaje, pero si hablamos de minas y de legado es ahí donde parte de la historia sigue latente.
La casualidad me llevó hasta el corazón de quien la vivió desde dentro, quien además con respeto y agradecimiento te ilustra como esos grandes maestros de la educación primaria.
Porque primero está la pasión y luego está el conocimiento.
En la Sierra Bullones y sus cortas sigue vivo el futuro de la mina, entorno que además alberga la ilusión anual de niños y mayores pues según el Papa Benedicto XVI fue ese el lugar desde donde Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente emprendieron su camino hacia Belén.
Historias religiosas aparte, mi mayor fe la deposité en el pequeño cementerio inglés que encuentras si dejas atrás el jardín de la Señorita Gray. Alguien tan importante para Tharsis como la riqueza que se extraía de la mina.
Educada y servil se hizo un hueco entre los plebeyos del pueblo, quienes aún la recuerdan paseando por su literario jardín o recibiendo visitas en La Casa de Huéspedes.
Visualmente tan impactante como Riotinto parece vivir en el letargo de una ciudad que desgraciadamente apenas conoce su historia.
¡Y aquí me tienen!
Mil quinientas cuarenta y cuatro palabras después sin querer cerrar esta historia.
Porque cuando te encuentras después de tanto tiempo perdida, cuando recompones los añicos de tu existencia y llenas la vida de vida, lo único que te apetece de verdad es asomarte a un lugar como la Corta Atalaya, ese donde el tiempo se equivoca para bien, abrir los brazos de par en par y, por fin, respirar.
1 comentario en «El lugar donde el tiempo se equivoca»
muy buen artículo sobre un lugar que me fascina y visito a menudo. No sé como ha accedido a ver la Corta Atalaya, porque hace tiempo que no se puede visitar. Lo intenté por el camino que lleva allí, pero está vallado. Gracias por tan interesante visión sobre estos lugares con historia y emoción de la provincia de Huelva.