Juan Carlos Jara. Oigo en los informativos, con motivo del setenta aniversario de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que en el mundo aún existen más de 15.000 cabezas nucleares dispuestas para ser lanzadas en caso de necesidad. Sentidos homenajes recuerdan ahora en diversos lugares a las millones de víctimas de dos acontecimientos que mantienen secuelas irreversibles para miles de personas. Y, afortunadamente, siete décadas después de aquella inverosímil ración de muerte y destrucción aún podemos presumir por no haber vuelto a reproducir en nuestro planeta un infierno de tal calibre pese a los oscuros pronósticos repetidos desde entonces.
Nuestra civilización, en constante enfrentamiento irracional y en esa continua matanza que ya incluso pasa casi inadvertida para la gran mayoría, almacena bombas para aniquilarse a sí misma todas las veces que sea necesario. Nuestra inhumana humanidad, la que mata con un botón a distancia o con una piedra si es lo que tiene más a mano, continúa macabramente preparada para recurrir a la gran solución cuando ya no sea factible otra solución mejor.
Avanzamos, descubrimos vacunas y complejas estructuras genéticas, salvamos vidas casi perdidas, inventamos aparatos que cambian nuestro día a día en muy poco tiempo y planeamos insólitas aventuras en otros mundos. Mientras tanto, preparamos y perfeccionamos con minucioso cuidado el final de todo. Y sí, probablemente nunca lleguemos a destruirnos por completo, pero la magna catástrofe que reduciría la vida en La Tierra continúa programada, por si acaso, y detenida por un casi insostenible equilibrio que no parece posible mantener durante muchas décadas más.