El Casino de Bautista

Jaramar, ferrocarril minero de Riotinto. / Foto: Azoteas.

(Las imágenes y el texto de este artículo, no corresponden a los contenidos del libro «Casinos de Huelva»)

Miguel Mojarro.


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El Madroño, un trozo de Sevilla en las minas / Foto: Azoteas.
El Madroño, un trozo de Sevilla en las minas / Foto: Azoteas.

Hay un pueblo muy pequeño, adelantado de las tierras sevillanas en la cuenca del Tinto, en el que Vivian hombres que cada mañana caminaban entre jaras para coger el ferrocarril minero que los conducía a la mina de Riotinto. Y, por la tarde, al revés, camino de casa.

Cada día, temprano, antes de salir del blanco caserío, una breve parada para tomar una «palomita», que así se le llama aquí a la manguara, en el «Casino de Bautista», el único bar del pueblo. Y, de allí, a Jaramar, esa estación en la que Juan daba salida al tren cargado de mineral y de mineros.


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El Madroño, que es el pueblo de referencia, no debía tener más allá de 300 habitantes, repartidos entre mineros, agricultores modestos en sus pequeños «cercados», mujeres que asumían todas las faenas, un panadero que compatibilizaba pan y alcaldía, un cura para las cuatro aldeas del municipio y un cabrero de diversos dueños, que cada tarde alegraba la monotonía de la calle principal con el sonido de varios cencerros.

Y un Maestro, Don Manuel, que durante 26 años educó, enseñó, puso inyecciones, solventó las cuestiones administrativas del municipio, … y cuantas tareas le fueran solicitadas por el personal.

Pero quedaba tiempo para el ocio, cuando a las puertas del bar de Bautista, se daban cita varios amigos para rendir culto al Dios del placer, que también tiene su sitio en la mitología popular.

Don Manuel,alma de El Madroño durante 20 años. Foto: Azoteas.
Don Manuel,alma de El Madroño durante 26 años. Foto: Azoteas.

El bar de Bautista era como todos los bares de los pueblos pequeños del Sur, lugar para todo, incluida la compra de artículos de primera necesidad. Era ese tipo de establecimiento tan sureño, mitad tienda, mitad «casino», en el que confluían todas las necesidades del pueblo. Allí se bebía y se charlaba, se compraba y se descansaba. Era referente y destino de todas las actividades de los hombres en el asueto. Por eso se había ganado el nombre local de «Casino de Bautista», a modo de otros que eran sede de sociedades privadas. Aquí no era necesario que existiera tal sociedad, porque todo el pueblo, sus pocos hombres, eran asiduos del bar y las mujeres de la tienda.

Y tenía unos vínculos con la cuenca minera, porque un par de veces por semana, un burro y su dueña, Belén, hacían el recorrido hasta la cercana Nerva para traer los artículos que los madroñeros le encargaban. Era la popular figura del «cosario», que en el Sur de entonces abastecía de «cosas» a quienes no tenían comercio principal a mano.

Nerva era el referente comercial de El Madroño, a través de la libreta de encargos de Belén. Riotinto era el referente laboral, con el enlace de la estación de Jaramar y la figura de Juan en su andén.

Riotinto y Nerva. Los dos focos de la vida en El Madroño. Porque este pequeño paraíso de cercados y jarales, estaba en territorio sevillano, según los mapas, pero era la cuenca minera su referente social: Nerva y Riotinto.

En mi niñez, los recuerdos se marcan muy claramente en las tres calles, sólo tres, de El Madroño y en sus campos cercados de piedra y ricos en encinas. Pero hay algo que tal vez fuera semilla de la vena casinera que da color a mis memorias del placer.

El bar de Bautista era conocido como el «Casino de Bautista», no por capricho, sino porque en él se daban cita todas las actividades del asueto en El Madroño. Sin socios, sin normas, sin directiva, pero en su salón amplio y su acera generosa, siempre había alguien jugando, charlando o esperando. Era el sitio al que se iba cuando no se tenía nada que hacer, para «estar». El asueto bien entendido. Como en los casinos.

Y el dominó como rey del lugar, en mesas de madera humildes pero enormemente atractivas, porque en ellas se debatía el beneficio de la victoria y el fanfarroneo posterior. Y es juego que no necesita equipamiento ni conlleva riesgos. Solamente está en juego el café y a veces la «palomita», el otro nombre que por aquí se usa para el aguardiente con agua.

A la puerta del Casino de Bautista, era habitual ver a Don Manuel, en las horas finales de las tardes veraniegas, sentado a una mesa con sus amigos de partida. Los recuerdos me colocan de «mirón», con mis escasos diez años, observando sin entender cómo los contendientes elegían ficha y colocaban cada número junto a sus iguales.

Poco a poco llegué a captar la estructura del dominó, pero no las estrategias, que eso es cosa que se aprende con la edad, como el sentido común.

En las hojas de mi memoria infantil están las imágenes de aquellas fichas amarilleadas por el tiempo y los cuatro amigos enfrascados en una lucha de pillos, a ver quien le ahorcaba «la mula» a los rivales.

Allí percibí la importancia de «cerrar a pitos» y el valor de varias blancas en manos de un jugador. Allí comencé a entender por qué el juego ocupa una parcela principal en el libro de los deseos de los hombres.

Jaramar, ferrocarril minero de Riotinto. / Foto: Azoteas.
Jaramar, ferrocarril minero de Riotinto. / Foto: Azoteas.

Y se crearon en mí las imágenes atractivas que han permanecido intactas, hasta que el calendario (los años) me permitió ser socio de un casino real.

Hasta entonces, la mesa de Don Manuel, de Ventura el cartero, de Bautista, ... , han sido el cromo más valioso de una colección llamada «casinos». Es un cromo en el que se ve la acera del «Casino de Bautista», unas fichas amarillentas y un vaso lleno del atractivo líquido blanco de la «palomita».

El «Casino de Bautista», en El Madroño, es referente primero de todos los casinos por los que he peregrinado. Es la ermita desde la que se inicia una romería hacia los grandes casinos del Sur.

Y El Madroño, un pequeño pueblo en unas tierras sevillanas que se estiran en el mapa hasta llegar al Tinto, justo en el punto en el que la estación de Jaramar acogía a la figura de Juan dando salida a los trenes mineros.

El «Casino de Bautista», un bar con vocación de casino, que vigilaba (como debe ser) a una iglesia blanca y se situaba donde las tres calles concurrían. Como todos los casinos, en el lugar privilegiado desde el que se mira y en el que se está.

Por estas calles, Genaro y yo, con nuestros escasos diez años, campábamos a nuestras anchas, mirando de vez en cuando la partida que se jugaba en el bar de Bautista. Fuera o dentro, que para eso teníamos permiso de andar por allí, porque Genaro era hijo de Bautista y yo su amigo.

Hay casinos que deberían serlo por su función social y por su personalidad en el pueblo, por ser el referente de la actividad en el asueto y porque en sus salones y aceras se han escrito las más reales paginas de la historita local. Debería haber una denominación que reconozca a estos lugares el honor de ser «Casino de Honor», porque en su historia hay méritos suficientes para ello.

Pero a veces la sociedad se olvida de algunos detalles que la honrarían. En eso la sociedad y los individuos son iguales: Olvidadizos.

En El Madroño había un maestro, Don Manuel, que era alma y recurso para todo. En El Madroño había un bar, el de Bautista, que era referente de la vida cotidiana y templo del asueto local.

Aunque seamos los primeros, dejemos constancia de la existencia del «Casino de Bautista», en un trozo de Sevilla en las tierras del Tinto.

Equipo Azoteas
www.fotoespacios.com
www.azoteas.es

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