Benito de la Morena. Hace doscientos cincuenta millones de años impactó sobre la superficie terrestre, en las proximidades de la península de Yucantán, en México, un gran meteorito, entre 6 a 12 Km de diámetro, que liberó una enorme cantidad de energía, hasta un millón de veces más energía que el terremoto más intenso que se haya registrado en el Tierra en el último siglo.
Las erupciones volcánicas que se sucedieron duraron un millón de años; debieron de contarse por millones las toneladas de ceniza y metros cúbicos de lava que se emitieron; cantidades masivas de dióxido de carbono invadieron la atmósfera y con ello se estableció el, por hoy conocido, efecto invernadero cambiando el clima, y las cenizas presumiblemente bloquearon la luz solar impidiendo la fotosíntesis de las plantas, desencadenando un colapso en la cadena alimenticia. La consecuencia fue que el 90 % de las especies marinas, y el 70 % de los vertebrados terrestres y plantas, desaparecieron en, aproximadamente medio millón de años, y la vida del “Planeta Azul” comenzó de nuevo.
Ésta interpretación resumida obtenida de un artículo publicado en la prestigiosa revista “Science” por unos investigadores estadounidenses, se expone a colación de la reciente aparición de bólidos estelares que frecuentemente recogen los medios de comunicación y que conocemos con el nombre de meteoritos, “esa materia que gira alrededor del Sol o de cualquier objeto del espacio interplanetario que es demasiado pequeño para ser considerado como un asteroide o un cometa” y que se desintegra total o parcialmente al entrar en contacto con la atmósfera terrestre produciendo un destello luminoso que lo acompaña en su trayectoria de caída hacia la superficie de la Tierra.
Estos fenómenos se producen a escala más pequeña con elevada frecuencia, siendo muy conocidas y esperadas por el gran público las famosas “lluvias de meteoritos” de las Perseidas en Agosto o de las Leónidas en Noviembre, por citar dos de las más conocidas que pueden avistarse en Andalucía.
Son, millones de partículas de peso inferior a un gramo, que penetran en la atmósfera terrestre atraídas por su fuerza de gravedad. Restos de la estela de las colas de los cometas durante su trayectoria orbital. Postreros recuerdos de un viaje interestelar hacia los abismos de un Universo que no somos capaces de dimensionar ni con la imaginación más atrevida.
Pero el aspecto bucólico de las estrellas fugaces cantadas por los poetas desde el origen de los tiempos. La simbología de la “gran estrella” que señaló a los Magos el camino hacia Belén en busca del “niño-Dios”, va camino de desaparecer a causa de la gran cantidad de objetos volantes que los humanos estamos depositando en el espacio cercano pues, desde el lanzamiento del primer Sputnik con el que se inicia la carrera espacial, se han puesto en órbita del orden de 2800 satélites, de los cuales se mantiene en activo unos seiscientos.
Según el Dr. Jonson, experto en residuos de la NASA, en los más de 40 años de aventura espacial hemos situado en órbita más de 20.000 TM de material, de la que una quinta parte son objetos de tamaño superior a 10 centímetros, correspondiendo el 5% a naves operativas. El resto podría considerarse como “basura espacial”.
No sólo se trata de objetos grandes, es decir, de naves abandonadas, sino de tornillos, componentes electrónicos, piezas pequeñas.., fragmentos menores que vagan dispersos en órbitas que distan entre los 300 y 40.000 Km de la Tierra, es decir, desde la región que orbita cualquier satélite de comunicaciones, a los denominados satélites geoestacionarios.
Ésta “chatarra espacial” resulta de evidente peligro para las naves espaciales y satélites en activo que orbitan en la actualidad, pues aunque estos residuos suelen agruparse y desplazarse en órbitas concretas, suele ser frecuente el desprendimiento de restos no controlados a órbitas nuevas, en un impulso natural provocado por la gravedad terrestre, atravesando otras capas atmosféricas, y con el consiguiente riesgo de colisión.
Existe una red de radares y sensores ópticos capaces de localizar desde superficie piezas y fragmentos de hasta 10 cm de tamaño. Otros restos de tamaño inferior se localizan mediante modelos matemáticos que predicen su trayectoria. Los propios transbordadores espaciales tienen entre sus misiones la recogida de naves que ya están inoperativas, pero el peligro se mantiene, pues se estima que son alrededor de 120.000 los objetos localizados menores de 10 cm, además de los 10.000 de tamaño mayor antes indicados que circulan a muy altas velocidades, unos 4 Km por segundo, alrededor del planeta, sin contar los más de cincuenta satélites con carga nuclear que transportan unos mil kilos de combustible y 1600 kilos de material radiactivo que, según el Dr. Bello Mora del Grupo Asesor de Basura Espacial de la Agencia Europea del Espacio, se estima que caerán a la Tierra en los próximos años.
Son los riesgos del progreso evidentemente, nadie lo duda, pero parece que estamos haciendo con el espacio lo mismo que con la atmósfera, las aguas y los suelos; el no planificar como controlar los desechos que produce el desarrollo.
Invertimos en alta tecnología dentro de unos planes de investigación que posibilita el progreso más o menos continuado. Algo muy deseable y lógico en una humanidad con talante y con talento, pero no evaluamos los riesgos de nuestro avance, no prevemos las necesarias inversiones para y por la conservación de lo que ya tenemos, es decir, impedir que ante un fallo de lo novedoso no retrocedamos más allá del punto de partida.
Esto que parece tan simple no lo ponemos en práctica y olvidamos, como casi siempre, que somos seres humanos con mente limitada y que debemos prevenir el riesgo de nuestra propia ambición.