Miguel Mojarro.
Juego, del latín «jocus», broma, diversión. Es lo que se busca en situaciones que no están sometidas a las obligaciones, tanto laborales como sociales.
El juego es algo que tiene presencia activa en el genoma humano, sobre todo en el de los hombres. En éstos, hay dos tipos de características que definen su comportamiento en la vida: Las genéticas y las culturales. Las primeras, presentes desde el nacimiento. Las segundas, adquiridas y desarrolladas en el día a día de nuestra existencia individual.
El juego forma parte de las primeras, con independencia de las épocas, los lugares y las influencias externas. Pero entendiendo el juego como la satisfacción de algo que acompaña el pensamiento y el carácter de los hombres: La competitividad.
El hombre compite cada hora de su vida, en las diversas formas que ésta le plantea. Menos en el ambiente familiar, donde otros sentimientos frenan el afán competitivo en beneficio de otras actitudes más sensibles.
Este carácter competitivo del hombre conduce al desarrollo de un placer netamente masculino, que no se da en casi ninguna otra especie animal.
Pero este placer no consiste en «vencer» en las lides, no es el placer vanidoso de haber sido mejor que los otros. Es el placer de sentirnos competidores, de gozar de nuestro esfuerzo en la lid, de percibir la capacidad que evidenciamos, con independencia del resultado.
El hombre disfruta con una partida de billar, aunque no gane. Lo importante es la cota de calidad que alcanzamos, aunque el otro sea mejor y gane. Es la satisfacción de haber estado allí participando. Pero con más hombres y contra otros hombres.
Por eso jugamos a lo que sea, aun en situaciones netamente desfavorables, porque lo que deseamos es jugar, no necesariamente ganar. Que también.
El ejemplo más claro lo tenemos en el dominó, donde dos parejas (de hombres) se enfrentan en un duelo que los abstrae del mundo, en un alarde de disfrute de la situación, sea cual sea al resultado final. Una vez terminada la partida, cada uno vuelve a recobrar su conexión con el entorno y desaparece ese rictus de concentración placentera que se tiene cuando se está disfrutando con la tensión competitiva.
Por eso somos felices en el juego, estamos satisfechos y sonreímos al terminar cualquier partida, sea cual sea el resultado habido.
La célebre máxima atribuida al espíritu olímpico del pedagogo francés Barón de Coubertin, «lo importante no es vencer, sino participar», no es invento de nadie, sino que forma parte de frasco de la sensibilidad de los hombres. Aunque algunos, los profesionales, jueguen para ganar en diversas facetas de las competiciones, los hombres normales, los no profesionales, jugamos para obtener el placer de participar, porque en ello está la esencia de la adicción al disfrute competitivo.
Ganar también es grato, pero es un aditamento al verdadero placer del juego casinero. Jugar, participar, es la activación de algo que está latente en el subconsciente de todos los hombres. Cuanto más se ejercita el juego, más activo está ese deseo.
Es por ello por lo que el juego es soporte esencial en los planteamientos del ocio a todos los niveles, en todas las épocas y en todas las civilizaciones. Incluso si pensamos en los juegos de salón o de mesa, Egipto, Grecia, Roma y la Edad Media son buenos ejemplos del desarrollo de estas actividades, en las ágoras, las plazas, las tabernas o los pórticos de las iglesias.
Los casinos, lugares de asueto por excelencia, no pueden ser ajenos a la tendencia natural al juego que los hombres tienen en cuanto suena la campana del tiempo libre. Los casinos no inventaron el juego, sino que el juego se aposentó en ellos, porque no podía estar ajeno a un lugar en el que los hombres viven su asueto.
Por eso, desde sus orígenes mercantiles, la deriva lúdica (De «ludus», semejante a «jocus») se hizo un hueco, junto a los tratos, la bebida y la charla, en los espacios y los tiempos que los hombres usaban en los casinos.
Pronto pasaron de ser «teloneros» de los tratos, a ser personajes principales de la vida casinera. De manera que, con el tiempo, conforme iba perdiendo vigor la presencia de los negocios, los juegos ganaban terreno y horas en la agenda casinera de los socios.
Hasta tal punto, que pronto reclamó un espacio propio y conquistó el derecho a tener una salita (o salón) dedicado al juego, dentro del propio casino. Con puerta o sin puerta, pero espacio bien delimitado, para no molestar a los demás. Eso es lo que se decía, pero era al revés: Para que los demás no molesten a los que juegan.
Allá, en el interior del santo garito, las mesas se convirtieron en propias para cuatro, los tapetes dejaron de ser un adorno y se pintaron de verde sedante y las sillas abundaron, aunque los jugadores no fueran más que dos o cuatro.
Que el número de sillas sobrepasara con creces al número de jugadores posibles, tuvo (y tiene) una lógica explicación: Los que no jugaban, pero miraban, tenían derecho a estar cómodos en su tarea de «mirones», que es noble presencia en estos lugares.
En el argot casinero, los «mirones» son los que no molestan al contemplar la partida, sino que añaden el valor de la presencia de espectadores que incrementan el ego de los jugadores. Los «mirones» siguen con interés la partida y disfrutan del espectáculo de una pugna intensa, pero incruenta.
Mirones y jugadores. Dos papeles complementarios en la actividad casinera más sobresaliente, aunque se oculte en las salitas propias y cierren la puerta.
De los juegos tradicionales, la propia sociedad ha emitido veredicto y ha sancionado las formas de juego que han sido lesivas para el prestigio o la fama locales.
El hecho es que los naipes, protagonistas indiscutibles en las mesas y taburetes de las ventas y las bodegas, se ganaron el aislamiento social por los abusos que en las madrugadas de los casinos se producían.
Pudientes y no pudientes, cuando cruzaban la frontera de la ludopatía, dejaron horas de sueño, atención a la familia y fortunas asombrosas sobre la mesa con tapete, en la que la baraja española reinaba. Esa baraja española que supera en belleza a las otras foráneas y que ha estado como invitada en casi todas las casas españolas de los años precarios, los posteriores a esa guerra que hubo.
Con el tiempo, las barajas han pasado a ser actor secundario y en algunos casinos no existe, consecuencia de los abusos que con ella cometieron los hombres, proclives en muchos casos a cambiar el noble placer del juego por la dependencia patológica de una actividad mal entendida.
La baraja española, esa preciosa colección de grabados admirables, sigue estando presente, orgullosa, en muchos casinos de nuestro Sur. Pero ha asumido, con humildad, que su belleza no debe conducir al abandono de la estética de un hermoso juego.
Dominó, como superviviente y billar como nueva «Ave Fénix» que renace con esplendor, lideran hoy la actividad casinera de los juegos. Acompañados por el empuje de otras formas que reclaman su lugar en los salones. Ajedrez, parchís y otras propuestas de competición, completan la oferta en los casinos para la parte lúdica del ocio.
Participación y observación, intensidad, pugna y neuronas excitadas, son el sabor del juego, sea cual sea su manifestación.
Y los casinos, los lugares más nobles para el más deseado de los placeres de los hombres.
Jugar o mirar. Que ambas son formas igual de magníficas.
Equipo Azoteas
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2 comentarios en «Ocio y Casinos (II). El juego»
Cuando era un chaval aprendí a jugar al “cinquillo” con mi padre, y a la brisca y al tute, usando las cartas cuya belleza me descubría los colores singulares de sus personajes. Aún guardo alguna baraja en casa, mas a modo de recuerdo nostálgico que de uso personal, pues cuando intenté enseñar a mi hijo al bello juego, le encontré ensimismado con la “playstation” y hoy es un “friki” de los ordenadores que se ha convertido en su estilo de vida como futuro “postproductor”. Los tiempos cambian “que es una barbaridad” como decía el boticario a las chulapas en la zarzuela “La verbena de la Paloma” del maestro Bretón.
Con el tiempo descubrí que yo era un hombre mirón, pero de los sanos, de esos que, dice D. Miguel, que se ponen detrás de los jugadores y “añaden el valor de la presencia de espectadores que incrementan el ego de los jugadores” dando prestancia al juego, y me sorprendí más de una vez contemplando los guiños y mensajes que con la cara enviaban información sobre la partida, al compañero. ¡Todo un espectáculo!
Como mis habilidades eran escasas, debí conformarme con la frase del Barón de Coubertin, “lo importante no es vencer, sino participar” y la hice propia en multitud de escenarios que rodean mi vida y, no me ha ido mal, pues se conoce más a las gentes participando, que ganando, al disipar en los demás al envidia sana y menos sana que acopia el vencedor. A más de un cafelito me han invitado como “perdedor” y las palmadas en la espalda eran mucho más reconfortantes que el saludo frio de vencedor.
Sigo insistiendo a mi amigo Miguel en que el tiempo facilita el “uso” del ocio y que la jubilación ayuda, así que pronto espero volver a engrosar la fila de mirones y, tal vez volver a jugar al cinquillo en los casinos de esta querida tierra.
Mi amigo De la Morena es un provocador. Pero esta vez no se sale con la suya. Estamos de acuerdo en todo lo que comenta.
La verdad es que esta sintonía es normal en nuestras comunicaciones y desavenencias, que para eso está la amistad: «La amistad es armonía, incluso en el desacuerdo». No es exactamente así, pero le he cambiado solamente una palabra. No sé quien lo dijo, pero en elgún sitio lo he leído.
Vaya hoy esta afirmación en honor y agradecimiento a Don Benito, ejemplo claro y enviadiable de buen lector y mejor entendedor.
Algún día jugaremos una partida en alguno de los casinos de los que somos socios Azoteas. Pero no al «cinquillo».