Ramón Llanes. Por aquí, cuando llega septiembre, se nos aparece un contorno casi otoñal que nos hace pensar en un cambio de tiempo no deseado. Y empieza a oler a cuadernos y al sudor de las clases ocupadas y al presumido veranillo que pretende quedarse. El mundo gira de forma distinta que en las lomas del estío, la percepción de los arraigos y las destrezas involucran al hombre en otra mercadería, en un trance más romántico.
Septiembre es un sol encandilado que trae predicciones de nuevo curso y nueva proyección en la generación de la sabiduría; y se inventa noticias que huelan al semen del tiempo y se copian otros cálculos para las tardes de hogar y el mentidero de las plazas emerge para contar todo lo ocurrido y se notan las pausas por nuevos cansancios y se ordenan los sentimientos como si fueran libros o se ordenan los libros como si fueran sentimientos. Septiembre nos hace comenzar siempre algo.
Esta parte del ciclo de nuestro existir tiene su entonación natural con la vida. Nos aporta una noción de horizonte y cierta complicidad con nuevos enredos que columpiarán a uno y otro vaivén todos nuestros hervores, en una apariencia de entenderlo como el minúsculo germen necesario para ponerle una chispa lúdica a los nuevos momentos. Una vez en el clímax, la fantasía pondrá sus restos de empujes para continuar creciendo hacia la cúspide más deseada del otoño. Pueda ser, lo dicen los cuentos, quién lo sabe, las enciclopedias, los poemas, los sitios, lo cuentan las emociones y es sabido en el orbe, que pueda ser que en otoño nacieran los besos.