Ramón Llanes. La sombra no ha podido pasar de largo y se acuesta entre sábanas de cartón a la luz de la oscuridad que ofrece un rincón cualquiera. Se ha caído la persiana del dormitorio, se cuela un murmullo de claridad que impide dormir a gusto, el escenario de anoche tenía pocas luces y los niños no pudieron disfrutar de los payasos, la mar desprende esa magnitud del universo que se nota al mirarla, el sofoco invita a tomar el fresco en las puertas de la madrugada donde hasta los silencios parecen rondar las ventanas despiertas.
El niño quedó dormido en los brazos de la abuela y el despertador se ha puesto zapatos de cansancio, como los sapos del charco, como la luciérnaga en sus ratos de sombras. Hay una verdad que hace volar las estrellas en su tiempo, empiezan a estar exquisitos los tomates y la tarde se va poniendo loca de atar en los tornasoles que iluminan los parajes bajos de los pueblos que ponen su longitud de atención a las distracciones del crepúsculo. ¡Qué intensa la calentura, qué soporífera gratitud! Han puesto guirnaldas de fiesta al árbol de la plaza, los niños corretean los lados queriendo romperle la altura y las madres juzgan el calor que aprieta.
Parece todo blanco en las ideas, todo coloreado en los sueños destinados a la realidad después de haberse tragado caldos de alucinógenos, prende una calma usual que no se distancia del entrenamiento libre y es un verano pasional por los sucesos no acaecidos y por la insurgente crecida del temple; es amorfo el sosiego, el gentío se transmuta en rancio de tanto acalmón, las sombras se dibujan más alargadas y parece que el mundo se entretiene, parado y quieto, en este ombligo de tierra y nada sucede ni en las calles ni alrededor ni en botica; es una falsa paz que sobrevive porque, sencillamente, es verano.