Alejandro Bellido. Ayer estaba muerto de sed después de horas dando clase, así que decidí bajarme a la cafetería de abajo, el Sucre, para hidratarme un poco. Cuando estaba ya casi en la barra, listo para pedir algo fresquito, me topé con un tipo al que conozco desde hace tiempo. Lo llamaremos Rodrigo. Rodrigo era un chaval que conocí en una de aquellas noches (ubi sunt) del Puerto o de los bares de La Merced. Con él he compartido muchos momentos, todos ellos fortuitos, en la noche. Siempre era igual: nos encontrábamos, nos saludábamos, compartíamos unas palabras y luego cada uno a lo suyo. Una relación de conocidos, sin más, algo cordial, amistoso. También nos hemos visto en escenarios diurnos. Recuerdo que me lo encontré una vez en la puerta de mi anterior trabajo y se paró muy animoso a hablar conmigo. Y es más: no contentos con este historial de cordialidad (estamos hablando de que lo conocí allá por 2010), en 2017 edité una antología de narrativa joven onubense y lo incluí. Participó con un relato del que guardo buen recuerdo, de hecho.
Pues bien, resulta que me lo encuentro cuando bajo al Sucre a tomarme un vaso de agua y el tío hace como que no me ve. Me vio e ipso facto bajó la mirada. Así, descaradamente, pese a que estábamos los dos en la barra, a un metro. Yo, en un alarde de no ser una escoria infecta, me acerqué y lo saludé. He de decir que no es esta la primera vez que me hace algo parecido; son varias las ocasiones en que esta cordialidad se ha visto interrumpida porque le ha dado por hacerse el loco cuando me ve. Y sin que haya pasado nada entre nosotros, que yo recuerde. Supongo que todo se debe a simple pereza: “Puf, hablar ahora con este tío, madre mía…”, imagino que ha pensado todas esas veces. Pero ¿y qué importa eso? Hablamos de educación, de delicadeza, de saber estar en el mundo y mirar más allá del propio ombligo. Se trata de no hacer sentir mal al otro. Aquello de la empatía y del imperativo categórico de Kant que viste en Bachillerato…, ¿te suena?
Otra cosa distinta es hacerse el loco, el longuis, el sueco. Esto es un arte, y hay que saber hacerlo para convencer al ignorado de que no lo has visto. Esto me parece lícito, y dice mucho de uno como persona: hay un esfuerzo intencionado, una contorsión en tu forma de actuar que tiene como único objetivo evitar que el otro se moleste. Hay dignidad, hay belleza en ese acto. Pero lo del tal Rodrigo o lo que hace poco me ha hecho una antigua compañera de clase: eso de mirarte y, al momento, clavar la vista al suelo como si la fuerza gravitatoria hubiese aumentado repentinamente en la zona cervical de los susodichos… Muerte y destrucción para vosotros. No es nada difícil: saludo de lejos y, si no queda otra, comparto dos comentarios o preguntas –me interesen o no–, me despido con una sonrisa y me marcho. Es muy sencillo: se trata de respeto, diplomacia, educación. Yo creo que nos suena a todos… O quizá no.