RFB. La vorágine de este último temporal ha sido algo nunca visto por los onubenses, pero La Palmera por excelencia de Huelva sigue en pie. Y no es poco mérito, cuando se han visto rotos o arrancados sin compasión tantísimos árboles, algunos demasiado jóvenes, con un arraigo que no podía soportar estos vientos huracanados que atemorizaron el domingo.
Pero, al igual que sucedió con el Pino Centenario de Mazagón en aquel terrible incendio forestal de 2017, que se salvó casi milagrosamente, nuestro más emblemático árbol capitalino, la Palmera de la Plaza Quintero Báez, La Palmera de nuestra vida, sigue ahí. Permanece ahí, erguida, impresionante, para alegrarnos cada día cuando pasamos por ese entrañable cruce urbano de caminos.
Y no es poco mérito. Se habla de que padecimos, padeció nuestra palmera, vientos de 100 kms. por hora. Esa medida se queda corta, en realidad se llegaron a registrar vientos de hasta 130 kms./hora, una auténtica locura. Y ella, nuestra generosa palmera con su copa en todo lo alto, aún más expuesta al temporal. Una situación que nos metió miedo pero que al final se saldó con el feliz resultado que nos permite seguir disfrutándola.
La Palmera de Huelva es testigo de su historia, desde el siglo XIX. En 1908 estaba ubicada en el interior de una casa, en su patio, al final de la calle Puerto, o Cánovas de entonces. Fue en ese año cuando el ayuntamiento, definitivamente, decidió abrir la modesta plazuela de Saltés que había en ese lugar, tomando el acuerdo firme de demoler varias casas, entre las que se encontraba la que contenía en su interior nuestra palmera. Se llevó a cabo al año siguiente.
La decisión culminaba un pretérito acuerdo municipal, hasta entonces sin ejecutar de, nada menos, 1871. La idea era abrir una plaza ensanchando las calles Cánovas -Puerto-, Saltés y General Bernal -hoy calle La Fuente-. Ello suponía la expropiación y derribo de dos casas en la calle Cánovas propiedad de Florentina Morales, viuda de Monís, y sus hijos; una en General Bernal, propiedad de Victoriano Ruigómez Ortiz; otra en esa misma calle, propiedad de María García Gómez, viuda de Antonio Garrido; Y una quinta también en la popular La Fuente, de Diego Garrido Carón.
Un alarde de sensibilidad, la de aquellos munícipes, bastante impropia de la penosa tradición onubense, porque optaron por integrar la palmera en la nueva plaza o, más bien podríamos pensar, desarrollar la plaza en torno a la palmera. Salvaron La Palmera y por eso la tenemos hoy aquí, admitiendo que el cuidado y respeto posterior, a la par que su propia fortaleza, hacen que ese simbólico elemento vivo de la historia de Huelva perdure.
Decimos penosa tradición y se nos vienen a la cabeza tantos casos de insensibilidad… y uno en concreto paralelo. El de la Palmera del Jardín del Colegio Francés. Una ‘hermana’ de nuestra protagonista que debió nacer más o menos por las mismas fechas que ella. Se plantó cuando fue edificado el primer hospital inglés de Huelva, en la calle San Andrés, en 1884.
Un edificio que debió respetarse y como tantos otros cayó fulminado por la piqueta. Pero al menos aquella palmera podría haberse salvado. Hubo un posicionamiento inicial en ese sentido pero al final la promotora inmobiliaria pagando una multa consiguió su propósito, llevársela por delante. Una lástima y una pérdida más, entonces, en el patrimonio de la ciudad.
Volviendo a nuestra palmera, esta felizmente si salvada en 1908 y ahora debidamente cuidada, demos gracias a aquella corporación de principios del XX, formada por José María Amo, José García y García, Ortíz, Colombo, Toscano, Narváez, Ramos, Vázquez Pérez, Torres, Vázquez García, Gutiérrez, Díaz Barreda, Pérez Arenas, Mascarós, Coto…, que actuaron de una forma ejemplar con este asunto tan identitario del paisaje urbano de Huelva.
