Consuelo Domínguez. Juan Ramón y Zenobia camino del exilio. Si volvemos la vista atrás en el tiempo no resulta difícil encontrar determinadas similitudes entre hechos acaecidos hace algo más de ochenta años en España y algunos de los sucesos que en estos momentos nos están conmocionando a todos, como es el conflicto bélico producido entre Rusia y Ucrania.
Y no solo por las consecuencias a nivel económico que está teniendo, sino fundamentalmente por la situación verdaderamente dramática padecida por miles de personas, unas ya muertas y otras, varios millones de seres humanos, que se han visto expulsados de sus hogares y abocados a un exilio que no saben cuánto va a durar.
Este contexto histórico actual me retrotrae al que tuvo lugar durante nuestra cruenta guerra civil en la que perdieron la vida tantas personas y miles de ellas igualmente se vieron obligadas a salir de España y dirigirse a Francia, México y otros países.
La situación política que comenzaba a darse en nuestro país a comienzos de 1936 era insostenible pese al pacto firmado por todas las fuerzas de izquierda el 15 de enero, que desembocó en una amplísima movilización popular reivindicando la concesión de una amnistía y reposición de los despedidos por la huelga general de 1934.
La CEDA -Confederación Española de Derechas Autónomas- mantenía una posición ambigua respecto a la Constitución. De tal modo que el resultado de una gobernabilidad tan difícil no sería otro que la convocatoria de nuevas elecciones para el 16 de febrero en la que se produjo una victoria aplastante para la conjunción de fuerzas de izquierdas, reunidas bajo el bloque denominado Frente Popular, con la obtención de 263 escaños que le proporcionaba una mayoría respecto a los representantes de derecha y centro-derechas pero ello no solventó la inestabilidad que se vivía y que propició una guerra civil pocos meses después.
Con el telón de fondo de este marco político, Juan Ramón se encontraba en esos días bajo los efectos de uno de tantos enfriamientos padecidos, pero el matrimonio permanecía tranquilo porque tras la jornada electoral, las izquierdas habían obtenido una gran mayoría. Madrid, de momento, mantenía la calma y el libro de Canción estaba a punto de salir a la luz pública.
Poco después llega a Madrid con la intención de entrevistar a Juan Ramón y a otras personalidades tanto del ámbito político como literario, un periodista argentino llamado Pablo Suero que trabajaba para Noticias Gráficas de Buenos Aires. Juan Ramón conversa con él sobre todo de literatura pero también de la situación política que se está viviendo en España y muestra un gran pesimismo y desilusión, respecto a República y sus representantes salvando en todo caso la figura de Azaña.
Las revueltas y manifestaciones continúan al alza, y en especial en la capital, por lo que dichos acontecimientos llegan a inquietar a Juan Ramón y a Zenobia y, sobre todo, la noticia de que intentan quemar el barrio de Salamanca como uno de los feudos de la burguesía madrileña. En medio de una situación tan alarmante lo que el poeta moguereño más teme es que lleguen a desaparecer sus papeles y se pueda perder todo el trabajo de su vida.
Podemos intuir la gran preocupación que una cosa así supondría para quien se había entregado en cuerpo y alma a la tarea de elevar al más puro lirismo las sensaciones de su vida mediante la continuada y obsesiva labor de traducirlas al lenguaje poético. Comienza entonces el matrimonio a plantearse la necesidad de salir de España aunque tal decisión se considere un acto de cobardía.
Acababa de crearse pocos meses antes el Instituto del Libro Español y piensan en Juan Ramón para que lo inaugure en el Auditorio de la Residencia de Estudiantes. Acepta con reservas el ofrecimiento denominando su discurso Política poética pero unos días antes sufre un ataque de conjuntivitis por lo que en su lugar será Jacinto Vallelano, perteneciente al Centro de Estudios Históricos quien efectúe la lectura del mismo el 15 de junio de 1936.
En el mismo dice: «Yo no sé cómo decidir si el estado normal del mundo del hombre, de nuestro mundo, es la guerra o la paz. En mi infancia y mi primera juventud, creo recordar ahora que yo creía más o menos vagamente que era la paz y que todos los hechos de armas de que oía hablar a otros o de que leía en libros, revistas o diarios antiguos, modernos o de mi día, eran disparates, locuras, absurdos; y que las hazañas tenían que ser esfuerzos nobles en honor de la paz».
Prosigue un poco más adelante diciendo:»Así, mis ilusiones de niño fueron el preludio inconsciente, como en la poesía, de mis ideas de hombre maduro…la paz y quiero advertir que no me estoy refiriendo sólo a la paz interior, metafísica, sensual, mística, sino la paz ambiente, objetiva y propicia a todos los seres, está y debemos buscarla, por la belleza, y la verdad de la vida, en la poesía.»
A finales de junio el ambiente político se vuelve insostenible y solo es un preludio de lo que días más tardes, el 17 de julio desembocaría en un gran conflicto bélico, la guerra civil española, que mantuvo enfrentada a las dos Españas durante tres años produciendo miles de víctimas, obligando al exilio a millares de personas y propiciando el aislamiento internacional y a la ruina social y económica de nuestro país, sobre todo durante las dos primeras décadas de la dictadura de Franco.
En medio del conflicto el matrimonio Zenobia-Juan Ramón asume el compromiso de albergar a una docena de niños procedentes de Protección de Menores y los alojan en uno de los pisos de la calle Velázquez que Zenobia realquilaba a extranjeros. Para hacer frente a las necesidades derivadas de su manutención, la pareja acude al Monte de Piedad para vender algunos de los objetos y joyas que poseían.
Ambos se involucran en el cuidado total de ese grupo de niños hasta el punto que en una carta que Zenobia envía a Ginesa y a Guerrero, su mejor amigo y confidente, el 11 de agosto les dice que las circunstancias le han obligado a llevar una nueva vida » un poco desaliñada, empezando porque no se puede estar vistiendo y bañando y alimentando niños con medias y trajes de seda. Yo me endoso una bata y un delantal y un par de zapatillas, todo lo demás me parece innecesario y superfluo».
Como la situación es cada vez más insostenible para ambos, se cuestionan que no deberían seguir corriendo el peligro de quedarse en Madrid, de modo que comienzan a sopesar la posibilidad de trasladarse a Estados Unidos donde vivían los hermanos de Zenobia y aceptar la proposición que les ofrecía Puerto Rico respecto a publicar dos antologías, una de Juan Ramón y otra de Tagore para distribuirlas por las escuelas del país.
Dicha oferta les ayudaría a solventar en parte los siempre presentes problemas económicos a los que tiene que hacer frente la pareja y en especial Zenobia porque Juan Ramón habitualmente vivía ajeno a los problemas domésticos y sumergido en su burbuja creativa. Tomada la decisión de salir de España visitan el 19 de agosto a Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Azaña y amigo personal del matrimonio y le solicitan el permiso correspondiente para salir del país.
Cipriano Rivas no solo les facilita toda la documentación sino que Azaña le nombra agregado cultural honorario de la Embajada de España en Washington. Al día siguiente Zenobia y Juan Ramón, ligeros de equipaje, parten hacia Valencia para, a través de la frontera francesa, dirigirse a París y desde allí a Cherburgo para embarcar en el transatlántico Aquitania, que era un gran barco británico perteneciente a la famosa compañía naviera Cunard Line, construido por los astilleros navales de John Brown & Company, ubicados en Clydebank (Escocia) y con una dilatada carrera surcando las aguas del Atlántico.
Una vez pasada la frontera francesa, y dejado atrás su patria y sus enseres más queridos, Juan Ramón y Zenobia pasan unos días en París mientras gestionaban los pasajes para América. Partieron el 26, tras cinco días de navegación y con la tristeza en el alma llegaron al puerto de Nueva York para reencontrarse con los hermanos de Zenobia y decidir si permanecer en la gran manzana o poner rumbo a otro destino de momento poco definido. Antes habían dejando prácticamente todas sus pertenencias en el piso de Padilla al cuidado de su fiel empleada doméstica Luisa y de su entrañable amigo Juan Guerrero.
Ya en el exilio, en 1940 Juan Ramón comienza a dar forma a un proyecto largamente deseado, el de ordenar y dar forma con un sentido unitario a su obra ideando varios títulos que al final se quedarían en Vida. Días de mi vida. En palabras de Mercedes Juliá y Mª Ángeles Sanz Manzano, autoras de la organización, estudio y notas de la publicación de esta obra tan importante, Vida llegaría a ser para el poeta una excusa perfecta para recordar o revivir su pasado, y al mismo tiempo reforzar su identidad.
Es precisamente en esta última parte de este libro denominada «Sazón», que abarca desde 1936 hasta su muerte donde se recoge cómo recuerda Juan Ramón lo vivido tras su partida hacia un largo destierro lejos de su patria a la que regresaría veintidós años más tarde a la siempre recordada y añorada tierra de su infancia y juventud, Moguer, y a ese plácido y tantas veces loado rincón de su cementerio para permanecer indefinidamente junto a quien había sido su compañera y más fiel ayudante, Zenobia.
Así recuerda Juan Ramón esa inolvidable experiencia de partir hacia un futuro incierto y sin billete de vuelta hacia su patria y al que había sido su país y su tierra amada: «Vino la guerra (….) Mi mujer y yo no satisfechos de nuestro trabajo absurdo y mal ordenado en las grandes guarderías de niños, propusimos a la Asociación que nos permitiese tener 12 en un piso y con ellos estuvimos un mes ocupándonos de todo para atender a las necesidades y, agotados los recursos que teníamos, yo llevé al Monte de Piedad objetos valiosos de nuestra casa.»
Más adelante prosigue con el relato y anota : «Mi mujer y yo comprendimos pronto que no hacíamos nada en Madrid, como la mayoría de los escritores y artistas, que estábamos en un peligro estúpido constante ya que en Madrid había gente de todos los partidos y todas las sectas y todas las intenciones, y decidimos pedirle a mi amigo el Presidente D. M. Azaña que nos permitiera salir para los Estados Unidos, en donde esperábamos ser más útiles que en España misma y gracias a Cipriano Rivas, todo se hizo en un día.»
En la partida, que no podía imaginar que sería definitiva, y durante los cinco largos días que duró la travesía, el mar se convierte en su confidente, pero es una experiencia totalmente distinta a la iniciada en 1916 cuando al otro lado del Atlántico le esperaba quien sería mucho más que su compañera, Zenobia, el faro que orientaría e iluminaría toda su vida y haría, en buena medida, posible su trabajo creativo.
Juan Ramón describe en Guerra en España. prosa y verso (1936-1954). (Edición de Ángel Crespo revisada y ampliada por Soledad González Ródenas. Point de Lunettes, Sevilla, 2009, la impresión y sentimientos que alberga su corazón en el inicio de un camino hacia el otro lado del Atlántico y su paso por París, una ciudad que no había visitado hasta entonces.
Allí rememora algunas de las noches de un verano ya lejano de 1914, durante las que paseaba por La Castellana junto a Ortega y Gasset, Federico de Onís, García Morente y Giménez Fraud, los acontecimientos bélicos que estaban conmocionando a Europa, pese a que España parecía sumergida» en los transmuros del mundo».
Era como «una sensación de lejanía, de sordera, de impotencia» la que les invadía y ese mismo sentimiento volvía a inundar su espíritu durante los tres día que permaneció en la capital francesa esperando embarcar hacia Nueva York.
Así lo expresa el poeta: «Hace tres o cuatro noches esta misma sensación volvió a sobrecogerme en París de 1936 por los alrededores de la Sorbona, Plaza de San Sulpicio, rue Cassette, jardín de Luxemburgo, la misma sordera, la misma lejanía de suburbio indiferente de verano desierto en Francia, con España gritando toda tan cerca. Nunca me parecieron tan inhumanamente mis queridos Pirineos» y un poco más adelante anota: «No fui al Louvre. Me senté algunos ratos en la plaza de San Sulpicio, en los Jardines de Luxemburgo, en el rincón del pequeño monumento a Verlaine, frente a la iglesia de San Germán [,] la tumba de Descartes.
Yo no veía París y no me acordaba de mis otros Parises de joven (debe referirse a cómo se imaginaba la ciudad pues nunca antes había estado en ella). Mis ojos miraban dentro y lejos».
En el apartado de Vida: De mi «Diario poético»1936-1937, encontramos también la experiencia de reencuentro con el mar pero tan diferente del que despertara en él esa sensación de vida y plenitud experimentada veinte años atrás: «Desde Cherburgo a Nueva York (Aquitania, 5 inmensos días grises) el mar ha sido siempre y todo el mismo. (No el mismo como la otra vez). Una calidad externa, convexa de mercurio: forma, densidad, pulimento. Solo con las horas, el mercurio se tintaba de turquí, de rosa, de amaranto; se irisaba, se empavonaba, pero ¡qué inútilmente!. He mirado poco el agua, al mar. Mi ser, mi cuerpo y alma, no estaba en este segundo viaje a América, tan distinto del primero, con el presente mar tranquilo, estúpidamente tranquilo, sino con la lejana, enloquecida tierra.»
De esta experiencia en alta mar y con la incertidumbre de un destino no definido, Juan Ramón escribió la siguiente composición: «Un mar que queda fuera,/cuyo color, olor, sabor,/ nada me dicen./Un mar al que le busco/ inútilmente el corazón, al que pongo/ inútilmente el corazón./ No corresponde a tierra alguna/este mar para mí./No es este mar/el mar que yo soñé eterno ni divino/desde una tierra siempre mía,/el mar que circulaba/la luz de tierra de oro./ Es mar de sombra, este/ sin nombre y sin sentido./No sombra de consuelo,/sí sombra desasida, suelta ola;/ sombra que no se une,/ ola sin nada más. (Vida, p. 506 y s.) Resulta fácil comprender la devastación anímica que poblaba su alma y que le acompañó durante esos largos e interminables días desde los que no se vislumbraba horizonte alguno tanto presente como futuro.
Por fin llegan Juan Ramón y Zenobia a Nueva York y allí permanecen una semana en la ciudad y otra en Long Island y visitan Washington. Las gestiones realizadas a favor de la situación que se vivía en España no tuvieron el eco que esperaba ni se cumplió el deseo de ser recibido por el presidente Roosevelt, aunque algo menos infructuoso sería el contacto con la revista The New Republic de orientación izquierdista a través de uno de sus editores, Malcolm Cowley, más sensibilizado con la situación dramática que se vivía en nuestro país.
Durante sus días de estancia en Nueva York, Ju y especialmente Zenobia, muy sensible a la situación que vivía la población y sobre todo de los niños, organizaron, valiéndose del diario La Prensa, propiedad de su hermano José Camprubí, una suscripción para recaudar fondos y enviarlos como ayuda al sustento de los mismos. Zenobia disfruta de su tierra americana y de su familia, en cambio el estado emocional de Juan Ramón es muy diferente; está en un país, aunque ya conocido, extranjero y con una lengua que no es la suya y ahora le resultaba ajeno, distante y eso se refleja en todas las expresiones que vuelca en su escritura.
En una de ellas, dedicada a quién tanto tenía que agradecer, Cipriano Rivas dice lo siguiente: «En Woodmore [pequeña población del condado de Nassau y perteneciente al estado de N. Y.], ayer, los gorriones de día, los perros, los grillos por la noche, me acercaban a España, Moguer, Madrid, desde aquí tan unidos». La necesidad de evocar su tierra le hace encontrar semejanzas incluso entre dos espacios tan diferentes y alejados como la Plaza de España y Washington Square. Su alma está huérfana y desolada y el reencuentro con la ciudad de Nueva York que conoció veinte años antes, ahora le parece ahogada por el progreso, «sin carne ni alma visible».
Es una ciudad desconocida: «Nueva York se deshace, auto-máquina, a sí mismo. Es la forma más perfecta, a eso tenía que llegar, de la decadencia al progreso; mejor, del progreso decadentista, etc.»No obstante hay unos día, a su juicio, en que la ciudad recobra su hermosura y magnificencia, los domingos y así lo percibe: «¡Hermosa ciudad de domingo Nueva York! Nueva York debiera tener semana de 6 domingos y 1 lunes. Así sería su vida perfecta.»[1]
En el mismo apartado de «Diarios poéticos» volvemos a encontrar ecos de la nostalgia de los años pasados en Madrid, de su casa, de su fiel empleada doméstica, Luisa, la encargada de velar por todo lo que habían dejado atrás y a quien dedica unas evocadoras palabras y sus recuerdos con la forma que tiene de darles vida nuevamente para recuperar la sensación de su proximidad, la única manera que le devuelve esa realidad perdida es mediante la escritura: «De pronto, en el fondo del laberinto de ruidos enormes, medios y menudos, oigo el timbre de la puerta interior de nuestra casa de Madrid. ¿Una carta, Luisa, un libro?
En medio de este desmedido vivir y morir ruidoso, el recuerdo se expresa también, naturalmente, con ruidos lejanos y tenues. Entre los ascensores sin descanso, las puertas sin encaje, los remaches en serie, las sirenas enlazadas, oigo el suave ascensor; la puerta tranquila, la sirena nocturna, el remache poniente de Madrid. Todo en forma de reserva, casi de reliquia, quizás de muerte».
Ese ruido ensordecedor neoyorkino le transporta a otro mucho más suave, íntimo, aunque lejano de su hogar que alcanza la categoría de reliquia y por tanto cercano o conectado con la muerte, una muerte más profunda que la física, la de su esencia espiritual y lírica.