Ramón Llanes. Aún los círculos de ocio o parlamento de calle prohíben traer al debate ganas de política y religión; es vieja costumbre en estos singulares foros que hasta se glosaban en estatutos con reprimendas y castigos a los incumplidores. Y los tiempos no han cambiado mucho porque los modales de la tertulia siempre aconsejaron evitar riesgos de confrontaciones que pudieran alterar órdenes y convivencias.
El palabrerío actual está saturado de la temática prohibida. Los tertulianos, civilizados e incluso demócratas, acumulan insolencias que sacian su demagogia y a la par de las discusiones convierten en discurso dogmático cualquier aserto inventado u oído por muy poco razonamiento de lógica que posea. En las tertulias más sanas, incluso en las más dotadas de cultura y conocimientos, priman las descalificaciones entre los conversantes. Las convicciones ideológicas son reproches de facto en manera despectiva. La pertenencia a un escudo deportivo de élite por pura simpatía crea también no pocas insidias y los gestos de desprecio tienen adictiva vigencia.
El debate divierte y la imposición de una idea intentando vencer la del contrincante produce una sensación de falso honor que hace subir la adrenalina hasta llegar al placer del ego. Ser de izquierdas puede convertirse en un ejemplo para unos o en una risa para otros; ser de derechas es sinónimo de cordura para unos y de mofa para otros; ser del Madrid o del Barça, o del Sevilla o del Betis, siempre llevan implícita una cualidad y un desvalor. Lo que importa es el conflicto.
Pueda contener empeños, ideologías o curvas de bienestar, ciertamente las creencias puestas al sol en un debate siempre encarnizarán pitos o aplausos, como enseña -por desventura- nuestro máximo exponente del diálogo que es el Parlamento. Algo no está aún bien cosido o acaso es poco espacio para tanto universo.