RFB. Aquellos niños no sabían que ‘viajarían’ al lejano Saigón cuando pararon un momento sus juegos en la Plaza de las Monjas de Huelva. Sería al cabo de unos tres años. A través del envío de la instantánea que iban a protagonizar, irían nada menos que a aquel lugar de los confines, en el muy muy lejano oriente. O, al menos, no podían imaginar que serían vistos allí tal como posaron en aquella luminosa mañana onubense, en ese día de comienzos del verano de 1930.
Dejaron de jugar y se pusieron juntos mirando al sol, como les pidió el fotógrafo que había recibido el encargo del librero Nicolás Pomar Armario. Este pretendía completar su espectacular edición de 20 tarjetas postales de Huelva. Pomar, natural de Fuenteheridos pero adoptado de bebé y criado por una familia de Gibraleón, tenía desde hacía una década un popular establecimiento llamado ‘La Española‘, en la calle Joaquín Costa -si, la calle Palacio, la de la chica que miró para atrás en 1955-.
En el grupo de niños que esa mañana correteaba por la Plaza de las Monjas de Huelva había algunos de clases acomodadas y otros de familias más modestas, pero jugaban juntos, como siempre. Algo propio del enclave y, por supuesto, de la natural tendencia infantil a relacionarse sin complejos sociales, aún en una época distinta a la más igualitaria actual.
La Española de Nicolás Pomar se encontraba justo al lado de la célebre Papelería Inglesa, principal competencia del ramo. En su tienda él también vendía objetos de escritorio, postales -de editores foráneos-, flores y cuadros, además de prensa nacional. Compaginaba esta actividad desde 1926 con su condición de empleado de la Diputación Provincial, entonces ubicada en la calle Puerto, al lado del Ayuntamiento.
La pequeña papelería se encontraba en los bajos de su propio domicilio, en el número 15 de la citada calle Palacio, prolongación de la calle Concepción. Allí había vivido con su familia, como hijo único de sus padres adoptivos, Joaquín y María. Esa mañana, como de costumbre, había bajado de su casa para abrir bien temprano, algo que era consustancial en su actividad y de la calle donde se tomaban los cafés más tempraneros en la Huelva de principios de los 30.
Animado por el éxito de las ediciones de tarjetas postales de su competencia -Rogelio Buendía, Toscano, Rafael Mojarro o la citada Papelería Inglesa- estaba ilusionado con tener su propia colección de imágenes de Huelva, para disfrute de sus clientes habituales y de los visitantes que llegaban a nuestra tranquila ciudad en aquellos tiempos tan singulares.
Entre las veinte imágenes de la serie, a parte del protagonismo que se le iba a dar a la Plaza de las Monjas, destacaba la número uno, que era el Monumento a Colón inaugurado el año anterior en la Punta del Cebo por Gertrude Vanderbilt Whitney, siendo la primera postal editada en Huelva con este simbólico motivo monumental.
Volviendo al curso de los hechos, como la librería estaba a unos pasos de la Plaza de las Monjas, Pomar decidió ausentarse un momento del mostrador para estar presente en la toma de vistas y puede que pretendiendo también perpetuarse en la imagen junto a los que estaban en la plaza. De hecho, quizá Pomar fuese alguno de los dos señores que aparecen a la izquierda de la imagen, con sombrero, traje y corbata.
Salió de La Española a la calle y se dirigió a su izquierda, pasó por la puerta del Gobierno Civil -que estaba prácticamente enfrente- y saludó a unos clientes conocidos que conversaban sentados en unas mesas de la cervecería Viena, en la misma acera de la esquina, para girar otra vez, a la derecha, y encontrarse tras pocos pasos en la céntrica plaza con el fotógrafo contratado. Bien podría ser Francisco Alloza, Diego Calle o Cerezo hijo.
Aunque serían sobre las diez de la mañana, el sol ya pegaba fuerte. Los niños disfrutaban en la calle de sus vacaciones estivales, lejos de menesteres escolares. Los pequeños no estaban acostumbrados a salir en fotografías y les resultó curioso y divertido estar allí en ese momento en el que el fotógrafo colocó el aparatoso trípode y la cámara para parar, de nuevo, el tiempo.
Este sonrió, hizo un gesto con la mano y accionó el disparador, sin saber tampoco que la obra de su autoría que estaba realizando llegaría a observarse a doce mil kilómetros de distancia. Luego mostró un ademán de conformidad y giró un poco su equipo desplazándolo a la izquierda pero mirando hacía la derecha, de modo que la cámara pudiese avistar toda la parte de la plaza contraria a la de las Agustinas.
En ese conjunto de veinte postales, Nicolás quería que la Plaza de las Monjas, como resultó, tuviese un protagonismo especial. Por eso le había indicado al fotógrafo que no se conformase con una sola perspectiva. Atento a las instrucciones, el profesional le dijo a los niños -tras esa primera instantánea que luego iría a la capital de la Conchinchina Francesa- que se desplazasen al lado del artístico y después añorado templete de música, donde se interpretaban los populares conciertos, para tomar otra foto.
En ese momento la mayoría de los niños volvieron a los juegos aunque los más ‘presumidos’ respondieron a la invitación del fotógrafo para colocarse de nuevo, al igual que otras personas mayores a las que les apetecía algo tan común en el humano, entonces y ahora, como salir en la foto.
Acabadas las tomas ya todos los pequeños siguieron jugando y los adultos volvieron a sentarse en los bancos -modelo ‘Huelva’-. La plaza, brevemente alterada por el mini reportaje, recuperaba la normalidad con gente, como siempre, pasando por ella en diagonal camino de las calles Alonso de Mora (hoy Espronceda) o Méndez Núñez o, en sentido contrario, Vázquez López o Burgos y Mazo (ahora 3 de agosto).
Ajenos a ello, esa expresión tan común entonces y aún hoy de ‘irse a la Conchinchina’ se iba a hacer ‘real’ para los niños con la impresión de su imagen, de su pose, tomada en ese instante en el lugar de encuentro de Huelva que era en 1930 -y es hoy- la Plaza de las Monjas.
Todo se debió a que un ejemplar de dicha postal fuera remitida a Saigón, que entonces formaba parte de una colonia francesa. En la Conchinchina, una región al sur del actual Vietnam. Y la pregunta que cualquiera puede hacerse es simple ¿qué hacía una postal de Huelva en un lugar tan lejano y culturalmente tan distinto?
La pequeña historia aquí contada, convertida en una metáfora viajera con los niños de protagonistas fue posible, además de por Nicolás Pomar y su fotógrafo, gracias al onubense José Hierro Báez. Destacado coleccionista de postales, se acercó por la librería ‘La Española’ nada más conocer de la existencia de la nueva serie.
José Hierro era el cuarto de una familia de siete hermanos que vivía, por aquellas fechas, en la calle Ginés Martín, 52. Su padre, Francisco Hierro Bayo, regentaba una fábrica de aguardientes en el número 2 del Paseo de la Independencia de nuestra capital. Veinteañero, llevaba tiempo con su pasión del intercambio de tarjetas postales, con ‘corresponsales’ -así se llamaban en el argot- de muy diversos lugares del mundo.
Como curiosidad próxima, José Hierro fue tío del recordado, ameno y cariñoso arquitecto onubense José Pablo Vázquez Hierro. José Pablo fue, entrado este siglo en el que nos encontramos, decano del colegio profesional en Huelva y miembro destacado, en sus inicios, del colectivo ‘Mesa de la Ría’.
Volviendo al relato, una vez adquirido ese ejemplar, Hierro pensó en enviarlo muy lejos. Lo hacía en la confianza de ser recompensado con una postal de lugares exóticos para ampliar su colección. No sabemos como pudo contactar, pero lo hizo, con un oficial del ejército francés destinado en Saigón para intercambiar postales ilustradas. Suponemos que a través de algún directorio internacional de coleccionistas.
Obtuvo la dirección y rellenó el reverso de la imagen de estos niños que jugaban tres años antes en la Plaza de las Monjas y pararon un momento para ser fotografiados. Ese 11 de agosto de 1933 José Hierro la depositó en la boca de uno de los leones-buzón que estaban en la fachada de la oficina de Correos de Huelva. Curiosamente, también se encontraba aún en la Plaza de las Monjas, en su número 1.
Metida en una saca del expreso a Madrid, la imagen de los niños de Huelva en la Plaza de las Monjas seguiría camino de las Antípodas. No sabemos si en el Orient Express transbordada en París desde Madrid y luego enlazada con alguna ruta desde Estambul hacía más el Este; o por Rusia y luego bajando a través de las líneas ferroviarias chinas. Llegaría a Saigón tras dos o tres semanas de viaje y, ya en las manos del oficial francés, sería observada seguro con simpatía y una sonrisa de agradecimiento.
Pasados más de ochenta años, de forma sorprendente, ese mismo ejemplar de tarjeta postal, que tan lejos viajó con la imagen de los niños de la Plaza de las Monjas de Huelva, se encontraba en la Filatelia San José de Luís Carlos Cano Guitart. Difícil de creer, pero estaba en la capital onubense, había retornado -desconocemos como ni cuando- a su ciudad de origen, a la de los niños que aparecían en ella inmortalizados.
Atrás había dejado un periplo por el mundo que, como mínimo, llevaba más de veinticinco mil kilómetros de recorrido. Al verla llamó la atención de una insaciable curiosidad y se sumó al archivo como un pequeño tesoro. Tanta vida expresaba la imagen, un instante feliz del devenir robado al transcurso del tiempo. Parecía mentira que cupiese tanto en una cartulina de 14×9 centímetros. Aquella sorpresa, vivida hace unos años, dio la oportunidad de contar esta historia menuda, sencilla y de a pie, de la gente de la calle de Huelva.