Ramón Llanes. A la vuelta, cuando el sol agrede, se formula en la necesidad la ansiedad por las sombras, como un ansiolítico que infunde el placer al cuerpo y otorga esa armonía al espíritu capaz de renacerle en cada músculo esa nueva capacidad para continuar remando hacia las grecas pardas de las solanas, las crecidas del asfalto o la doliente curva del trabajo. Es esperar a la sombra, como doblando su existencia, como la solicitud de un fresco al sentimiento para que las cosas sean menos fugaces que los segundos. Sombras que no se inventan delante del sopor, que las inventan los cuerpos, los árboles, las paredes y las noches; sombras de estrías y esperanzas que el proyecto de vivir agradece.
Están los tiempos subiendo esta prima de nuestro riesgo que es el puro calor que alimenta y pule pero también quema y deshidrata las mentes. No hay manera de plantarle murete viejo o malecón que le impida su reinado ni apósito que sujete la hemorragia vulgar que el estío manda por vicio a esta tierra tan cargada de ocres que más bien parece yerba enfermiza vencida en la contienda de la inclemente naturaleza.
Conseguiremos acaso un suburbio para adormilar la sensación incómoda en esta batalla contra el sol. Mas intentaremos doblegar los impulsos del alma, que a la par, sufren consecuencias convertidas en dejación, falta de querencia, ineptitud y olvido. A dónde se irán los desafíos si el tedio se interpone entre el tiempo y el alma y las fuerzas se disuelven con la sudoración y las desganas. No es sobrellevar el calor en el destajo, es convivir con él y hacernos al rumor calmo y al sosiego hasta que las luces se ahuyenten y las sombras se hagan cómplices para el mejor delirio.