Las Tres Marías y la relatividad de las distancias

Las Tres Marías y la relatividad de las distancias.
Las Tres Marías y la relatividad de las distancias.

Félix Morales Prado. Cuentan que cuando amanece en julio se pueden ver encima las tres estrellas del mismo nombre, los tres Reyes Magos, la Constelación de Orión, las Tres Marías. Y que por eso se llamaban así. Eran edificios emblemáticos de Punta Umbría, como la Casa Blanca o el chalet Pérez Carasa. Más que a ninguna otra cosa, además de a que eran exactamente iguales (lo que hoy día no sólo no tiene nada de particular sino que es una habitual y fea vulgaridad en las urbanizaciones pero que en aquel tiempo resultaba una curiosa excentricidad), su fama se debía a lo lejos que estaban. O así se consideraba. “Hemos ido andando hasta las Tres Marías” resultaba una declaración que rozaba lo hiperbólico. “¿Tan lejos?”, inquiría con admiración el informado. “Sí, señor”, aseguraba tajante el informador.

Las Tres Marías estaban en la playa más o menos a la altura de donde más tarde estaría el Edificio Altaír. En el cruce de lo que fuera Carretera Industrial, luego Avenida de Andalucía, con la principal. Siguen estando allí, aunque con cambios y rodeadas de otras construcciones, desvirtuadas por tanto, perdido el sentido de su ser “Las tres Marías”, de lo que queda apenas el nombre. Sin lo que nombraba. Quiero decir que se ha perdido lo connotado. Entonces estaban solas, aisladas, los chalets más apartados del pueblo, allá, como huyendo hacia poniente, símbolos de la lejanía. Decir las Tres Marías era como decir el Quinto Pino. Y lo cierto es que estaban sólo a unos cientos de metros. Relatividades de la percepción.



La romería de la Santa Cruz (dice el drae que una romería es una “Fiesta popular que con meriendas, bailes, etc., se celebra en el campo inmediato a alguna ermita o santuario el día de la festividad religiosa del lugar”, sí, pero también implica, o así se entiende, como reza la segunda acepción, un “Viaje o peregrinación, especialmente la que se hace por devoción a un santuario”), la romería de la Santa Cruz, digo, se hacía trasladándose hasta donde más tarde estuvo la Venta del Calé y hoy un conocido hotel, como a poco más o menos un kilómetro del pueblo. Allí estaba la ermita. No es una distancia desmesurada. Podría decirse que era una romería de juguete. A quiénes íbamos, sin embargo, nos parecía muy lejos.

Y lo que estaba ya tremendamente remoto y exigía no sólo caballerías para el traslado sino provisiones para pasar el día, era El Portil. La distancia entre este y Punta Umbría es de cinco kilómetros, la mitad de lo que hoy camina diariamente cualquier andarín o corre un runner por muy poquito que se precien. O la que hacen sencillamente muchos que no quieren tomar el metro o el autobús para ir al trabajo. Sin embargo, entonces y allí parecía sinceramente lejísimos, hasta el punto de que sólo se recorría ese camino en circunstancias excepcionales o muy raras. Aunque también es cierto que yo vi llegar a casa en noches lluviosas de invierno y en varias ocasiones a muchachos del Portil que iban a avisar a mi padre porque algún familiar estaba enfermo. Venían andando desde la aldea. Y no parecían darle mucha importancia. Es posible que lo que para unos era mucho, para otros no tanto.


Puerto de Huelva

Bueno, quizá involuntariamente haya exagerado en algunas cosas (sólo un poquito) o, al menos, haya sido tan hiperbólico como en cuanto a su lejanía las Tres Marías lo eran. Pero hay que tener en cuenta que hablo de una época en la que, siendo yo muy pequeño, íbamos “de merienda” a sitios alucinantes para el propósito por lo cercanos: al murito o al Pozo de MacKay; en la que en mis pesadillas nocturnas me extraviaba en parajes llenos de nubarrones negros situados sólo a unos cientos de metros en el Camino de la Playa; hay que tener en cuenta que hablo de recuerdos de infancia en los que, al mirar desde la orilla hacia occidente, imaginaba en la dirección de una Portugal desconocida, en el fondo calinoso, poblados fantásticos, desdibujados, quiméricos, material onírico de mis noches.

En cualquier caso, para nosotros entonces las distancias tenían el valor que establecía la convención de la tribu. Y la realidad era como nos contaban que era. No convenía alejarse mucho porque se corría el riesgo de ser secuestrado por los mantequeros, que te sacaban la sangre y los untos y te arrancaban los ojos. A unos compañeros de la escuela se les aparecieron unos seres muy altos, de más de dos metros, calvos y vestidos con trajes plateados, que los atraían como imanes con sus miradas espeluznantes. Y cuando lo contaban, su convicción era tan auténtica como nuestro pavor a las criaturas inventadas por los adultos para protegernos de peligros que ellos fingían reales. Quizá lo eran. Si no como aseguraban, tal vez de otra forma.

A pesar de aquellos y otros miedos, el tiempo y el entusiasmo juvenil que todo lo superan o lo subliman, nos conducirían hacia una confianza que, más pronto que tarde, borraría esos terrores de la niñez, anécdotas, por otra parte, de todas las infancias, a las que, paradójicamente, a veces se intentaba situar en el principio de realidad utilizando la ficción. Porque vivir es muy peligroso, sí; si estás vivo, puedes morirte. Pero, a fin de cuentas, como diría el inventor Emmet Brown en “Regreso al futuro”: ¡Qué demonios!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mercedes
Aniversario Holea
Huelva Comercio
feria vimar
csif
unia
matsa
Hospital Quirón
Cocehu
Aguas de Huelva
Las cosas del toro
Atlantic Copper becas
Ayuntamiento de palos de la frontera
Caja Rural hipoteca joven
cepsa
Diputación de Huelva