María Gracia González. A raíz de la crisis del coronavirus en la que estamos inmersos, el Colectivo De Trabajadores Africanos de Lepe hacía una entrada en Facebook en la que nos recordaba que a ellos también les gustaría seguir las indicaciones de prevención de contagios y quedarse en casa. Pero no tienen casa, ni agua para lavarse las manos, así algunos tienen que desplazarse más de un kilómetro para llenar en una fuente las pesadas garrafas que después transportan a hombros o en bicicleta hasta sus chabolas. Tampoco tienen saneamientos ni ningún tipo de gestión de residuos y basuras.
En el mes de febrero el relator de la ONU Philip Alston visitó los asentamientos de inmigrantes de la provincia de Huelva y dijo sentirse “pasmado” viendo que vivían “como animales” siendo gente que trabaja para empresas que “ganan millones”. Insistía en que las condiciones de vida son “peores que en un campo de refugiados” (1).
Esta no era la primera denuncia pública sobre este tema, aunque si ha tenido mucha repercusión por el personaje en cuestión y la difusión que implican sus opiniones fuera de la provincia y en determinados países europeos receptores de frutos rojos de Huelva. Los propios afectados y muchas personas y colectivos de la provincia llevamos mucho tiempo denunciando esta situación y exigiendo soluciones.
Pero las soluciones no llegan. Nos permitimos como sociedad mirar hacia otro lado y mantener a trabajadores viviendo en campos de chabolas insalubres en pueblos tan prósperos como es por ejemplo el municipio de Lepe y otros de la provincia como Palos, Moguer o Lucena.
Algo muy importante es entender que son eso, trabajadores. Están en Huelva porque aquí tienen trabajo y son necesarios para mantener un negocio tan boyante como el de los frutos rojos. Un negocio que movió en 2018 la cantidad de 920 millones de euros en exportación (2) pero que, al parecer, no puede liberar recursos para garantizar unas condiciones de vida dignas para el eslabón más débil de toda esta cadena.
La hipocresía y falta de atención por parte de las administraciones competentes y, por supuesto, por parte de la patronal agraria, ha hecho que este grave problema de abandono y maltrato social termine ahora en un problema de salud para quienes habitan en estos asentamientos y para la población en general. No es posible cumplir con las medidas de contención de la pandemia cuando se vive en condiciones infrahumanas.
¿Y ahora, qué? Lo primero garantizar con urgencia agua potable, duchas y saneamientos en los asentamientos, así como viviendas dignas. No estamos hablando de un gasto enorme ni inasumible por parte de los organismos implicados. Espero que ahora que le vemos las orejas al lobo esto quede resuelto de una vez por todas, aunque únicamente sea para evitar las responsabilidades que acarrearían la falta de medidas cuando el peligro es tan evidente.
Pero hay otro eslabón débil en la provincia también relacionado con el campo y ocupado fundamentalmente por mujeres. El colectivo de Jornaleras de Huelva en Lucha lleva tiempo denunciando las condiciones de trabajo que se sufren en los tajos de la provincia. Con un convenio colectivo que las deja indefensas en muchas ocasiones y que encima no se respeta en multitud de casos.
Una simple protesta ante condiciones de trabajo que no se pueden asumir origina despidos (en el campo eso es que no te vuelven a llamar al día siguiente), año tras año se endurecen las condiciones en cuanto a kilos recogidos y se va fomentando la competencia entre compañeras. Las horas extra no se pagan como corresponde, no hay baños en muchas de las instalaciones ni se quiere dar permiso para parar e ir al baño cuando lo hay. No se paga el kilometraje en los desplazamientos al trabajo. El sueldo por convenio es de 39 euros diarios, algo ya de por sí vergonzoso, pero a esto tienen que restar los cinco euros que pagan en coches compartidos para desplazarse al trabajo. El sueldo al final es de 34 euros diarios sin contar el gasto en comida que también está ahí.
La lista de situaciones discriminatorias sería interminable para este colectivo que, cada vez más, está integrado fundamentalmente por mujeres, Muchas de ellas conforman familias monoparentales y dependen de estos ingresos para mantener sus casas. No pueden arriesgarse a perder el puesto de trabajo porque su sueldo es el único que entra en casa. Esto permite que las situaciones de explotación se mantengan.
Un buen número de ellas tienen también trabajos por fuera, fundamentalmente tareas de limpieza, pero no solo, porque como es fácil entender con 34 euros diarios y con trabajo estacional no se puede mantener una casa. Nuevamente, si hablamos de la crisis del coronavirus, las medidas de seguridad y protección puestas en marcha por las autoridades se cumplen en este colectivo, en este eslabón débil, de forma digamos que bastante relajada.
Hemos visto los últimos días un sinfín de quejas y conflictos en los campos o los almacenes de empaquetado de fruta por la ausencia de medidas de seguridad para evitar contagios. En muchas empresas se ha pretendido, y en muchas lo habrán conseguido, que estas mujeres trabajen sin mascarillas o guantes y sin guardar la distancia mínima de seguridad. A las protestas por incumplimiento se responde con despidos. He tenido que interceder personalmente, como parlamentaria andaluza, para que las represalias no se hicieran efectivas en algunos casos.
Urge que las administraciones competentes tomen cartas en el asunto y se garantice, si es necesario con la presencia de las fuerzas de orden público, que en los campos y almacenes se cumple con las medidas de seguridad impuestas para controlar los contagios.
Estos son dos casos claros de discriminación histórica con los que convivimos en la provincia. Con la pandemia contra la que estamos luchando la cadena de medidas a las que todas y todos estamos contribuyendo se rompe por estos eslabones especialmente débiles. Es obligación de la administración garantizar que esto no ocurra.
Estos casos, y otros de los que iré hablando, demuestran que en el coronavirus también hay clases sociales. Que no se expone de la misma manera al contagio quien puede permitirse quedarse en casa y quien no y más aún si quienes trabajan son, como en este caso, colectivos especialmente vulnerables por una situación de explotación histórica.