Félix Morales Prado. Como mi hermano Jesús escribió, nuestra azotea era una piscina de luz. Tendido en su suelo encalado podía, mirando el cielo, situarme en el entorno a través de los sonidos, de la banda sonora, casi siempre inaudita si escuchada, de aquel pueblo.
Los chirridos de los ejes de los molinos de viento que arañaban el cristal del aire, los mismos molinos esparcidos por las llanuras de las películas del oeste y que estaban también desperdigados por Punta Umbría, parecían delimitar el lienzo acústico sobre el que se moverían las figuras de sus ruidos compañeros: la tos continua, al amanecer, de los motores de los barcos que entraban por la barra; aquel pregón ronco que me despertaba las mañanas de verano, “¡Sardinas vivas del albaaaa! ¡Las del Galeóóóóón!”, y me hacía preguntarme en la duermevela por ese enigmático galeón cuyo nombre me evocaba aventuras de piratas; la flauta aguzada del afilador recortaba las calles a su avance, resbalando y dejando retazos ejemplos de la eficacia que adquirirían cuchillos, navajas, tijeeraaas tras su paso por la piedra de amolar que emitía al acariciarlos un chillido de criatura mineral; el toque de campanas llenaba el ámbito de un temblor metálico llamando a la misa una vez, dos, tres… o acompañando a los difuntos en su último viaje, tan-tan, tan, tan-tan, tan… o riendo, tilín-talán, cantando las fiestas con un bailarín jolgorio argentino; los gritos agudos de las gaviotas que sobrevolaban la ría bailando con la brisa junto a las ramas de los eucaliptos de Valbuena y traían en ecos noticias del agua; el atronador, estirado baladro, que se resolvía en rebuzno, de un burro allá en la hondonada entre las dunas, junto al pozo de Mackay y el Quinto Alto; los melancólicos aullidos de las bocinas de los mercantes, enormes dos sostenidos de trombones que llegaban desde la ría de Huelva; ladridos de perros lejanos definiendo distancias, recitando el poema de lo remoto, su belleza, su soledad; golpes de martillos en las obras enhebrados por el hilo de un nostálgico fandango; el glugluteo, ¡echa una carta al correo!, de los pavos; el croar de las ranas de la pileta como un caer de gotas en la nada, eructos de otro plano.
El cartero anunciándose a la puerta con el grito que llenaba de esperanzas de mensajes los oídos: “¡Carteroooooo!”. El espacio estaba salpicado por los miles de pequeños brochazos multicolores del canto agudo y líquido de jilgueros, verdones, lúganos, chamarices… voces feéricas que poblaban la retama y el bosquecillo de pinos entre el Murito y la Peña. La bulla de las chicharras, grillos acalambrados de las siestas, ininterrumpida línea chillada y trenzada que subrayaba mis lecturas, era la música de fondo de los mediodías veraniegos. El monótono zumbar de las moscas le ponía un contrapunto cercano.
En las fiestas, los estallidos de los cohetes nos asustaban a mí y al caballo, que no dejaba de zapatear, resoplar y lanzar sus relinchos amarillos en la cuadra. Un pánico marginado bañaba cada explosión y se anunciaba con ella y cada siniestro siseo que la anunciaba. Lucero se movía nervioso. Yo le abrazaba el cuello, juntaba mi cabeza a la suya, le daba refugio y lo buscaba en él… ¡Bum!
El piar enloquecido de las golondrinas y aviones que inauguraban el verano en un ir y venir exaltado de enjambre entre los nidos a medio construir y las bocas de riego cercanas al pozo artesiano junto a la Torre o el gallinero de Pablo para coger barro y plumas. Para hacer sus casas. Al atardecer. Una fiesta de vida, algarabía de silbidos de gozo.
Las canciones de la misa del cura mexicano: “Vayamos jubilosos / al altar de Dios…”; las canciones de los guateques: “Es Mari Carmen, dijeron todos, su mirar,/ su bailar…”; las canciones del cine san Fernando: “¡Ay, sol y luna! /¡Ay, luna y cielo!…” perdiéndose en el eco noctívago transitado por los grillos, chicharras intermitentes de las sombras. Los mosquitos y su agudísimo zumbido, pitido insomne. El rumor de las olas del mar ritmando ese insomnio. El tintineo de las drizas de los barcos fondeados, fantasmal y alma en la oscuridad. El chapoteo de los remos de un bote que se alejaba de la orilla o se acercaba. Y los truenos de la tormenta que hacían parecer como si en el cielo los ángeles estuviesen rodando grandes bidones metálicos vacíos. El ruido, el soplido, el pitido, del viento, el sonido de la lluvia y el escampar y su música callada adornada de un goteo arrítmico que caía de la cornisa al alféizar.
(…)
Y al amanecer, “… el canto del gallo, / esa flauta lánguida / llena de paisajes”.