Antonio José Martínez Navarro. Es muy agradable para el historiador que te feliciten por los trabajos publicados, pero lo es más aún si te animan a que siga incluyendo viñetas de la Huelva del siglo XVIII. Muchas gracias y vamos, pues, a ellas.
Los Nobles de Niebla en su magnífico palacio (situado en la calle que el mismo edificio le dio nombre) daba órdenes a sus veinte o veinticinco sirvientes, cocineros y mayordomos para que la Navidad tuviese el fuste y la prosapia tal como correspondían a unos nobles de su alcurnia cuyas posesiones se extendían por varias provincias actuales.. El frío era muy intenso. En el centro de la tortuosa calle de la Concepción o de la de Verdigón o Berdigón (la primera de las cuales antes había sido llamada calle Dorantes) algunos pobres, onubenses y transeúntes, habían encendido una hoguera en un brasero alrededor de un numeroso grupo de hombres y niños harapientos, se habían reunido, tratando de calentarse las manos y el alma. El invierno en aquellas fechas era más invierno que el que padecemos en la actualidad. Un frío agudo, punzante, que llegaba hasta los huesos así lo proclamaba. En este punto recuerdo que, posiblemente, el invierno más crudo que ha existido en nuestra Villa o Ciudad se dio en diciembre de 1819 y enero de 1820, (Memorias del maestro de escuela don Agustín Moreno y Márquez) que fue acompañado por una prolongada nevada.
Esta clase social (compuesta por fabricantes y artesanos, rederos, menestrales, algún que otro pintor y escultor, cocineros, peluqueros, taberneros, aguadores, mozos de carga o de cordel, comerciantes, conductores de carros, mercaderes, criados y un interminable etcétera) que luchaba contra el frío se situaban fuera del recinto amurallado de tapial de la Villa (situado limítrofe a la Parroquia Mayor del Señor San Pedro) que aún permanecía en pie como elocuente índice de que el singular miedo a la guerra y la inseguridad que ésta ofrecía todavía obsesionaba a una centuria deseosa de que hubiera paz y en el que ésta hacia notables avances…
Los gremios continuaban vigentes en los trabajos en los que habían suficientes obreros para constituirlos; entonces, en determinadas fechas los maestros gremiales restablecían o volvían a darles vigencia a las costumbres y ordenanzas que ordenaban la celebración de un banquete –en el que debían participar todos los miembros del gremio en cuestión- costeado por el oficial que había alcanzado el peldaño más alto de la difícil jerarquía laboral. Contra este estado de cosas la crisis constitucional abierta por la Guerra de la Independencia, apoyada por algunos gobernantes con el transcurrir de la historia. De cualquier forma, y a pesar de estos vanguardistas “sindicales” que trataban de abrirles unos horizontes más diáfanos, nunca cristalizaron en una legislación o normas laborales detalladas y sistemáticas.
Nos imaginamos, cómo ocurría en otras capitales, que cada gremio ocupaba el lugar establecido mediante una ceremonia que alcanzaba los días medievales y en ellos se producirían los chistes, las mofas e incluso los duelos físicos entre los miembros de las diversas cofradías, oficios y gremios. En este punto recordamos que, un siglo más tarde a estas viñetas, vino un hombretón con fama de invencible demostrada en ciento y un combates en otras tantas villas y ciudades, montado en su caballo, que fue derribado, con gran satisfacción y alegría de los onubenses por un modesto novillero denominado “El Mequi”, esto es, por el padre de Miguel Báez Quintero “Litri I” .
Existían fiestas o festejos que tenían lugar en nuestra Villa en conmemoración de acontecimientos religiosos o civiles (celebración de una victoria militar, llegada del Arzobispo de la Diócesis de Sevilla en alguna visita pastoral, como fue la proclamación de la Purísima Concepción a mediados del siglo XIX; el nacimiento del heredero de la corona, etc.) y en los que el Cabildo ofrecían a cada necesitado una hogaza de pan y un kilo de carne.
Las iglesias (San Pedro, la Concepción, la Soledad, la Ermita de la Santa Cruz, la de las Agustinas, de la Merced…) en ocasiones, sorprendían a los transeúntes en su entusiasmo con un repiqueteo de campanas que los hacía salir de su ensimismamiento. ¡Tin tan! golpeaba el badajo; ¡din-don! repiqueteaban las campanas en determinadas fechas sobre todo en Navidad y en la Semana Mayor…
Por doquier se veían transitar a algunos sacerdotes, tanto seculares como regulares. Los últimos grupos citados no gozaban de muchas simpatías, aunque todavía no había llegado los instantes en que se le llamaría al clero “clerigalla”, Pertenecían a las órdenes contemplativas o de il dolce far niente y sus enemigos denunciaban la relajación y alejamiento de las normas iniciales y clamaban porque llevaran una vida más acordes con los principios de su institución religiosa. No obstante, pasaban las décadas y a pesar de las tendencias anticlericales estas órdenes no llegaron a erosionarse, ya que en las venas de los creyentes órdenes como la de San Francisco derribaban cualquier intento de las masas del país que pensaban de modo contrario.
Con la llegada de la Revolución francesa estas ideas religiosas omnipotentes que se hallaban en pleamar fueron combatidas por el célebre misionero capuchino fray Diego de Cádiz con sus interminables sermones y predicamentos a las masas a las que combatía con el hecho de que algún día Cádiz sería tragada por las aguas.
Llegaron las fechas desamortizadoras de 1835 o 1836 y, sobre todo, las decretadas por Carlos III y Carlos IV y a la prohibición de nuevas vinculaciones, la iglesia fue durante toda la centuria de las “luces” la principal potencia económica de la monarquía. Según el Catastro del Marqués de Ensenada (1702-1781), ministro de Fernando VI y reformador de la Administración y la Hacienda (como curiosidad destaquemos que como militar conquistó Orán (1732) y en la Guerra de Sucesión polaca, y por recomendación del futuro Carlos III, sería nombrado por Felipe V Marqués de la Ensenada en 1736) a la iglesia le pertenecía la octava parte de Castilla y, con el transcurrir de los años, acrecentaría tal prepotencia material, estos recursos extraídos de sus extensas posesiones se destinaba en su mayor proporción a la alimentación, holgazanería o la gula de ciertos religiosos y monjas, a fines docentes (Huelva tardía muchas décadas en contar con un centro de estas características) y benéficos, en una época en la que ni el mismísimo Estado era capaz de subvenir por sí solo a dichas funciones. Las órdenes religiosas no eran, precisamente, esplendidas en el pago de los sueldos de los que les servían en sus campos y en otros menesteres. Una región que disfrutaba de unos sueldos acordes con la necesidad de sus trabajadores era Galicia, tierra de abadengo, por la que corría un cántico que poco más o menos decía: “con el fraile mejor que con nadie”
(Continuará)
1 comentario en «Paseo por la villa de Huelva en 1750 (III)»
Magnífico trabajo Antonio, desde hace años eres una referencia en la historia de Huelva. Enhorabuena y no decaigas.