Correos

Correos.
Correos.

Félix Morales Prado. Por algún motivo afortunado e incomprensible, y digo incomprensible dada la suerte que corren la mayoría de las cosas en Punta, el edificio al que aquí me refiero sigue en pie en el momento en el que escribo esto, a 23 de enero de 2020, junto a donde estaba la Casa de los Enanitos, similar y contigua a otras dos de estilo colonial parecido al de las inglesas, en cuya marquesina estaban pintados los personajes de la Blancanieves de Disney, frente a la muralla. Alojó este edificio el viejo ayuntamiento, correos, telégrafos y teléfonos. Amarillo, tejado a cuatro aguas y cuatro dependencias en sus cuatro esquinas con otros tantos zaguanes introducidos por arcos de medio punto, entre él y la ría había entonces arena (suelo, por otra parte, de todo el pueblo) sobre la que acostumbraban a estar extendidas redes de cáñamo, artes pesqueras que remendaban los marineros con sus familias, con no más herramientas cada uno que una navajita y una aguja de madera, plana, con forma parecida a un barquito o a un pez y con hilo. El cabildo y teléfonos daban hacia ese lado.

Del Consistorio Ayuntamiento, que hasta el año 1963 fue pedanía de Cartaya, guardo bien poco en la memoria porque me parecía aburrido, poco me interesaba, más o menos como el de ahora. Recuerdo a los municipales, con sus uniformes grises y sus porras negras al cinto, personajes poco imponentes, la verdad, más simpáticos que amenazantes, una especie de tíos lejanos a los que se fingía obedecer sin hacerles caso.



La central telefónica consistía, a mi modo de ver, en un lioso panel lleno de orificios en los que la telefonista ¿cómo se aclaraba? introducía y sacaba clavijas a gran velocidad hablando al mismo tiempo por un micrófono y escuchando por unos auriculares, para poner así en comunicación a unos usuarios con otros. Los teléfonos eran de baquelita negra y sin ruedas de marcación. Para llamar, lo único que había que hacer era descolgar, la operadora te preguntaba: “¿Número?” y se solía contestar: “Póngame con Rita” o con Don Eustaquio el maestro, con el Casino, con Don Emilio, etc. No era necesario decir el número. El de mi casa era el 31.

A la Calle Ancha miraba la Oficina de Correos y Telégrafos, de la que tengo recuerdos muy tempranos. Allí acompañaba a la niñera a echar las cartas para mi hermano, que estudiaba interno en un colegio de curas. Como las metíamos en un buzón que había en la pared de la derecha, yo pensaba que él estaba detrás de aquel muro y eso no dejaba de producirme una sensación extrañísima, entre angustiosa y mágica: más allá de ese tabique, obviando extensos campos que yo había cruzado en tren una vez que fuimos a verlo, se me imponía de súbito, inopinadamente, su internado de fachadas berroqueñas, rodeado de jardines con cipreses .


Puerto de Huelva

A mi padre, por su profesión de médico, le llegaba una abundante propaganda y diversas publicaciones de los laboratorios, lo que a mí me parecía muy interesante. Hubiera querido matricularme en todos los cursos de Radio Maymó, CCC o Ceac, que veía anunciados en los tebeos y las revistas, para conseguir envíos por correos. Pero, a falta de eso, pedía información porque era gratis. Me fascinaba recibir sobres dirigidos a mi nombre con un montón de papeles impresos dentro, supongo que como al niño Juan Ramón que le llegara aquel sello en el episodio de Platero y yo: “…rompí mi alcancía, y con un duro que me encontré, encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡Qué larga semana aquélla! ¡Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche del correo! ¡Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los pasos del cartero! ¡Al fin una noche, me lo trajo. Era un breve aparato complicado, con lápiz, pluma, iniciales para lacre…”.

Llevado por esa misma intención de recibir correspondencia creé una vez una cadena de tarjetas cruzadas, juego muy popular entonces, con una lógica similar a la de los sistemas piramidales, que consistía en que tú mandabas una postal a cada uno de los componentes de una lista de diez personas y, a cambio, recibías muchísimas más. Cientos fueron en mi caso.

El primer cartero que conocí en Punta Umbría fue Vides, un hombre enjuto y de carácter alegre, tocado con eterna gorra de visera. Además de mensajero, era hermano mayor de la Hermandad de la Cruz y el que organizaba todas las actividades folklórico-culturales. Su casa estaba en la Calle Ancha, en el sitio en que estarían los Almacenes Rimba. Y no sé si la estafeta también estuvo allí mismo antes de ubicarse en el edificio del que aquí hablo junto con telégrafos, donde trabajó mi amigo Juli repartiendo telegramas en bici. Años después me acordaría de esto cuando conociera a Homer Macauley en «La comedia humana» de William Saroyan: “… Homer iba montado en una bicicleta de segunda mano que avanzaba esforzadamente por la tierra de una carretera rural. Homer Macauley llevaba una chaqueta de mensajero de telégrafos que le estaba grande y una gorra que le estaba pequeña. El sol descendía en medio de una soñolienta paz vespertina que la gente de Ithaca agradecía de corazón. Alrededor del mensajero los huertos y los viñedos se extendían por la tierra anciana de California. Aunque avanzaba a toda prisa…”.

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