Félix Morales Prado. Punta Umbría estaba en un tiempo fuera del tiempo, como suspendida en una eternidad en la que lo mismo se repetía una y otra vez. Las Navidades eran siempre las mismas Navidades, con el montaje del Belén, el mismo Belén; los dos pinos iluminados que aparecían en la puerta de la iglesia; los campanilleros que visitaban cada casa con sus canciones y a los que las madres obsequiaban con mazapanes, polvorones, coñac y anís. La itinerancia de las capillas limosneras por los hogares. La escuela era siempre la escuela, con sus ligeras variantes que casi no notaban unos niños concentrados en copiar de la pizarra la historia de Viriato o los ríos de España escritos por el maestro y en jugar en el recreo a las luchas, las casitas, el corro, la comba, piola, el trompo o las canicas (los bombos), según la época del año. Los domingos veíamos las películas, del oeste, de romanos, en el Cine Pescadores en invierno y en verano en el Cinemar San Fernando.
En el verano, sería por el calor y esa especie de modorra de siesta, era cuando más parecía detenerse el devenir en medio de un canto de chicharras o de grillos nocturnos. Las rutinas niveladoras cambiaban. Cada día de escuela, con sus maestros y sus palmetazos, se convertía en un día de baños y de juegos en libertad por los pinares, retamales y dunas.
Vista desde el aire, desde alguno de los helicópteros o avionetas de aeropublicidad que la sobrevolaban un día cualquiera de agosto, Punta Umbría debía de parecer un mapa ilustrado de esos que estaban salpicados de frutos del cacao, granos de café, naranjas, campesinos arando con su mula, carreteros transitando caminos que cruzaban campos, montañas y puentes sobre ríos que surcaban barcos de vela o a vapor, bosquecillos en los que se veía aquí un caminante con su hatillo al hombro, allá una liebre más grande que él en acrobático salto. Me gustaban aquellos mapas que hacían divertida la geografía. Como me gustaba Punta. Entonces. Cuando existían las Casas de los Ingleses y la del Pozo Mackay, cuando aún no se habían cargado La Retama y La Plaza de Pérez Pastor era una pequeña plaza de pueblo de cuento. Cuando el vendedor de barras de hielo las voceaba por las calles o los pescadores anunciaban a gritos y por las mañanas las sardinas del Galeón, vivas, las del alba. Cuando en las noches estivales el aire se llenaba de suaves ecos con canciones de Modugno o el Duo Dinámico que se mezclaban con el murmullo de las olas. Cuando los atardeceres olían a siemprevivas, los amaneceres de brisa foreña a salitre y el principio del otoño a tierra recién llovida. Cuando aún no habían derribado la Casa del Torreón. Cuando los chirridos de los molinos de viento rayaban el aire mezclados con los gritos de las gaviotas. Cuando volábamos pandorgas de papel de seda, las fiestas del pueblo eran menudas, primitivas y entrañables, con gigantes y cabezudos, carreras de cintas, concursos en la Plaza, globos montgolfiers que se perdían en el azul del verano…
Aquella Punta Umbría se fue, ya no existe. Por eso quiero convocarla en estos textos invitando a los lectores a pasear por ella. Para que entre todos podamos hacerla volver, aunque sea por un momento, con nuestra imaginación. Para que toda aquella belleza vuelva a poblar sus calles, sus orillas, su ría, sus marismas, aunque sea por un instante y, así, sepamos que todo lo que fue amado alguna vez vive para siempre.
1 comentario en «Punta Umbría, mapa ilustrado»
Exacto!