Fernando Gracia. El espectador que se acerque a ver “Un atardecer en la Toscana” se puede llevar un buen chasco tan pronto se sumerja en su visión, si espera ver una película como parece anunciar el desafortunado título que le han colocado en nuestro país. No es que sea mucho mejor el original italiano, “Dolce fine giornata”, pero al menos no intenta despistar y atraer a tantos y tantos que conocen aquellas bellas tierras o que sueñan con visitarlas algún día.
Cierto que esta historia dirigida por el polaco Jacek Borcuch, desconocido por estos lares, se desarrolla en una población toscana, Volterra, y que se pueden contemplar planos de transición mostrando sus suaves colinas coloreadas en verde, pero no es un filme bucólico ni parece pensado para mover el turismo. En su comienzo asistimos a escenas familiares, que luego se revelan de escasa importancia en la trama. Escenas de una familia que vive en la campiña, cerca de la población mencionada, cuya madre y abuela acaba de ser premiada nada menos que con el Nobel de literatura. Élla es judía polaca casada con un italiano, que parece haber encontrado su lugar en el mundo en aquellas tierras toscanas.
Su marido es un tipo apacible, a la sombra de su brillante esposa. Una hija y dos nietos completan el panorama. El espectador avanza en la visión un tanto desconcertado al no saber muy bien qué le están contando. Hasta que tras una noticia trágica asociada al terrorismo sacude el país y la escritora reacciona de forma imprevista cuando habla en público al recoger un premio local.
Y hasta aquí se puede contar. A partir de ese momento la película toma vuelo y en su interesante aunque imperfecto guion se van deslizando temas absolutamente actuales, temas complejos y controvertidos: no solo el terrorismo, sino el papel de nuestra Europa, el papel de Italia, las contradicciones de nuestra cultura europea, amén de otras consideraciones sobre la forma de abordar la madurez y la incipiente vejez.
No es un filme fácil para el espectador medio, pero en absoluto es un filme críptico e imposible. En su imperfección su visión no me dejó indiferente, aprecié un punto inquietante en la propuesta del director y, en un aspecto ya más frívolo, no dejé de admirar su localización, quizá porque no hace mucho tiempo anduve por esas mismas tierras.
Así, pues, sepan lo que van a ver. Una película política con envoltura casi de costumbrista. Para que en algunos momentos suene muy bien a italiana –no se olvide que el director es polaco, su protagonista también y se alternan ambas lenguas- la voz de Mina cantando “Ciudad solitaria” inunda y embellece varias escenas de transición. Y de forma sorprendente en otras secuencias utiliza la voz de Frank Sinatra y su canción sobre qué pasaba cuando tenía 17 años, para inundarnos de belleza y hacernos dudar sobre la razón de ser del filme.