Rafael Muñoz.
(Publicado en La Provincia el 13 de junio de 1918, página 3,
por Agustín Moreno y Márquez)
Desde los tiempos de don Pedro Calderón de la Barca, el teatro se ha considerado como la escuela de las buenas costumbres, donde aparece siempre la verdad y se cultivan todos los nobles sentimientos. Efectivamente; por medio de los distintos personajes que aparecen en escena con sus vicios o con sus virtudes, se representa la vida real en todas sus fases, resultando del choque de la acción de unos y otros, provechosas enseñanzas para los espectadores. Como que allí se vé de una manera tangible y palpable, lo que viene a enseñarnos la experiencia de muchos años: el castigo de la maldad y el merecido premio de las virtudes.
Más para ello, es necesario que las obras puestas en escena reúnan las condiciones de moralidad como “La Vida es Sueño”, “Las Tres Venganzas en una” y las “Armas de la Hermosura” de tan eximio escritor, cuyas huellas han seguido también todos los autores que escribían dramas y comedias en los años de mi infancia. Hoy, desgraciadamente, no sucede lo mismo. Las partes del género chico, en su mayor parte, son sicalípticas, excitan a la sensualidad, propenden a exaltar la materia y a deprimir el espíritu, como si el cuerpo lo fuera todo y nada valiera el alma.
Ya hemos dicho que aquí en Huelva, existía un pequeño teatro en la calle del Puerto y únicamente en verano se daban él algunas representaciones por las compañías que, desde Madrid, Barcelona, Sevilla y otras grandes ciudades, venían a los puertos a pasar la estación de los calores y hacer algo de su negocio.
Por entonces estaban muy en boga las comedias de gran aparato como “La bruja de Lanjarón” y los dramas emocionantes como “Carlos II el Hechizado”; pero era final obligado de toda función, una piececita graciosa para hacer reir y que servía de sedante a la tensión de nervios que el drama anterior había causado en los espectadores. Recuerdo que un año vino una compañía dramática de mucho renombre, la de Valero, el notabilísimo actor de “La Carcajada” y le vi representar la comedia en un acto, que tenía por título “El Maestro de Escuela”, y la cual quedó tan profundamente grabada en mi memoria, que todavía parece que la tengo delante de mis ojos.
Era el protagonista de la acción el mismo Velero, y el escenario representaba una Escuela pública, con la plataforma en el centro, y a derecha e izquierda las bancas y bancos ocupados por varios niños. De éstos sobresalía por lo grandullón uno, llamado Simplicio, que estaba enamorado de la hija del maestro, guapa muchacha, y la que con cualquier pretexto venía a ver a su padre, pero en realidad a cuchichear con Simplicio. El maestro, que aparecía preocupado don algún problema de difícil resolución o con algo grave que absorbía todo su espíritu, no podía fijarse en las relaciones que existían entre su hija y aquél discípulo.
De pronto dice el maestro: ¡Qué compromiso! Viene el Inspector, por vez primera, y los chiquillos no saben ni una palabra. ¿Qué haré para salir airoso de esta maldita visita?
Entonces uno de los muchachos más diligentes, llamado Sinforoso, responde: ¡No tenga Vd. miedo! Simplicio responderá por todos.
-Bueno, dice el Maestro. ¿Qué sabes tú Simplicio?
-¿Yo? La Historia de España.
En esto entra una madre con un chiquillo travieso, sin forra ni zapatos, que venía refunfuñando y refregándose con el puño derecho los ojos porque el brazo izquierdo lo sujetaba su madre.
-¡Pícaro, tunante, bribonzuelo! ¡Ir a robar mayuelos de la huerta del Pepe!¡Castíguemelo Vd. señor Maestro1
-A ver ¿Cuántos mayuelos has cogido?
-Unos pocos. Y dejó caer algunos sobre el pavimento, de la escuela.
El maestro se agacha y cogiendo uno de ellos, se lo metió en la boca y dice sonriente: ¡Pues si ya están maduros.
Ponte de rodillas y dame otro.
Pero Sinforoso dice al Maestro:
Lo que debe Vd. hacer es traer la música y cuando el Inspector pregunte a un muchacho cualquiera, y este responda alguna barbaridad, dice; ¡Música, música! Y con la música la respuesta del muchacho no se oye.
-Tienes razón. Siempre he pensado que tú eres el más listo de todos mis discípulos. Tendremos música y sea lo que Dios quiera.
Y sale el maestro, deja la escuela sola, se alborotan los chiquillos, uno hace el gallo, otro el burro, su hija y Simplicio se abrazan y en la clase toda se promueven grandes risas, porque la escuela se ha convertido en una Babilonia.
Al fin vuelve el maestro con unos cuantos músicos provistos de algunos instrumentos y piporros de para hacer ruido.
Y apenas se han colocado con el encargo de tocar fuerte, muy fuerte, cuando se les dé la señal de música, entra el Inspector, grave y estirado, con la Junta local de primera enseñanza, se sienta en la mesa del maestro con los señores de la expresada Junta y da principio al examen.
-Dime, muchacho- ¿Quiénes fueron los primeros pobladores de España?
Y adelantándose Simplicio, contesta:
“Libre España, feliz independiente
Se abrió el cartaginés incautamente;
Y viéronse a estos traidores
Fingirse amigos para ser señores
Y el comercio aceptando
Entrar vendiendo por salir mandando.
-Muy Bien, contesta el Inspector, Y dirigiéndose a otro dice, ¿Quién fue el primer rey godo?
-¡¡Recaredo!!
-¡Música, música! Dice el maestro.
Yo si que te voy a dar un buen recado cuando termine la visita.
El Inspector, grave y serio, hace señas para que cese la música y pregunta a otro.
¿Cuál es la Capital de España?
-¡¡Pamplona!!
-¡Música, música! Y en seguida suenan todos los piporros.
Vuelve el Inspector a indicar a la música que cese en su sinfonía.
El maestro dirigiéndose al discípulo qua había contestado Pamplona prorrumpe. Tu si que eres un pamplinoso
¡Ya te ajustaré yo las cuentas!
Pero Simplicio se adelanta y dice al maestro, ¡Alegrese Vd. porque el Inspector es sordo!
-¿Sí? ¡A ver! Y habla al oído del expresado funcionario murmurando una disculpa.
Mas el Inspector le responde; Señor Maestro: El floreciente estado de la primera enseñanza en esta escuela modelo, mucho me satisface, porque en verdad, es digno del mayor aplauso.
Por eso voy a proponer al Gobierno de S. M. que le otorgue a Vd. una merecida recompensa para que sirva de estímulo a otros maestros, imitándole en sus métodos y procedimientos de enseñanza, que dan tan magníficos resultados en los adelantos de sus alumnos.
Siga Vd. por ese camino, trabajando siempre de igual manera, y no se hará esperan el oportuno premio, además de la gran satisfacción que habrá de experimentar en el fuero interno de su conciencia.
Después de estas o parecidas palabras el Inspector tiende su mano al maestro y sale acompañado con la música al compas de las notas de un pasodoble.
El maestro tira las disciplinas por alto, los muchachos las gorras, la enamorada pareja de Simplicio y su novia se abrazan, todos cantan y bailan dando vivas y gritando como energúmenos, ¡Viva nuestro Maestro!
Así dio fin aquella graciosa piececita en un acto que tan profundamente grabose en mi memoria. Han pasado cerca de setenta y siete años, sin que jamás la haya vuelto a ver y, sin embargo, aun recuerdo toda su argumentación y sus principales personajes. Me parece que aun la estoy viendo.