IV. Hospital de la Caridad, San Andrés, Saltés, Soledad y San Sebastián

Una imagen antigua de la Plaza de la Soledad. / Foto: rabida.uhu.es

Rafael Muñoz Gómez. 

Una imagen antigua de la Plaza de la Soledad. / Foto: rabida.uhu.es
Una imagen antigua de la Plaza de la Soledad. / Foto: rabida.uhu.es

En la calle de Mendez Núñez, antes del Hospital, donde hoy se encuentra una casa de préstamos, existía un edificio antiguo en el que se hallaba instalado en aquel tiempo el Hospital provincial. Su aspecto era el de un convento, al parecer de monjas o de beatas, puesto que su iglesia, adosada a un lado, tenía un torno en su fachada principal, con dos puertas que se abrían hacia la calle y el cual servía, según me dijeron, para depositar los niños pequeños o expósitos, sin padres conocidos.


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En dicha iglesia, ya no se daba culto en aquel tiempo, y por eso nunca pude entrar en ella, así como tampoco en la de San Andrés, que servía únicamente para asilo de mendigos. De esta ya no existe ni vestigios siquiera; al presente se alza en su lugar un soberano edificio con aspecto de palacio, que se halla en poder de las Hermanitas de los Pobres, que lo han destinado para asilo de pobres y desvalidos ancianos.

Donde hoy se encuentra el bonito local de niñas, al principio de la calle Saltés, existía una ermita donde se daba culto en la época a que nos referimos. Recuerdo que un Jueves Santo entré en dicho templo y vi en el altar mayor un paso de Jesús Nazareno con la cruz a cuesta, dispuesto, no sé si para la procesión de aquella tarde o para la del Viernes por la mañana, que se celebraba en la plaza de San Pedro, representando parte de la Pasión con esta imagen y con la del Evangelista San Juan y la Virgen Dolorosa.


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Otra escuela de niños se halla instalada en la iglesia de la Soledad, donde también se daba culto, muy particularmente en los días de Semana Santa, puesto que en ella se hacía el Viernes Santo por la tarde el Descendimiento de la Cruz depositando en aquel acto la imagen de Cristo en una urna de cristal con molduras doradas, saliendo luego después de allí la procesión del Santo Entierro con la Virgen de la Soledad y la Cruz solitaria.

Al final de la calle San Sebastián se encuentra la ermita de este santo, en la que se daba culto particularmente el 20 de Enero, día en el que, según reza el calendario, celebra la iglesia la fiesta de este Santo mártir, patrón de nuestra ciudad.

Entonces había función religiosa con misa solemne,sermón, música y cuantas ceremonias requiere para estos casos la liturgia.

Por la tarde se verificaba en la plazoleta que está delante de la ermita una velada con venta de chucherías para los niños, garbanzos tostados, piñones, altramuces y los tradicionales palmitos. Las muchachas del barrio y a mayor parte de las jóvenes y señoritas de Huelva acudían allí a pasear y a solazarse, y sin duda por eso aún reza el refrán: “San Sebastián, hermoso y galán, saca las damas a pasear”.

Pero había una costumbre, ya en desuso, que consistía en exponer al público, adornado con lazos de seda, el mayor rábano y el más gordo nabo que habían podido producir los huertos de Huelva. Los muchachos los adquirían a un buen precio, no sé si vendidos o en pública subasta, y de ellos cortaban ruedas y se las daban a las jóvenes conocidas, diciéndoles: Toma y come del “rábano de San Sebastián”. Verdaderamente se ha hecho muy bien en abolir esa costumbre por lo feo del equívoco.

Hoy la ermita se dedica a recibir dentro de ella la cabecera del duelo de todos los entierros por hallarse cerca del cementerio actual, y solamente una vez al año se da en ella algo de culto, trayendo en su día la procesión del Santo desde San Pedro a la indicada ermita, celebrándose por la tarde la velada como antiguamente, y al anochecer vuelve la imagen a la iglesia parroquial, quemándose después, como en la noche anterior, bonitos fuegos artificiales en la plaza de San Pedro amenizándolos con la música de la banda municipal.

Con San Sebastián hemos terminado la relación de los edificios religiosos de Huelva, en que ya no se da culto. La razón de todo ello es que nada hay permanente en la vida del hombre. Si éste, por una parte, levanta altares, también por otra los destruye el tiempo.

(Agustín Moreno y Márquez. Publicado en La Provincia el 3 de mayo de 1918, página 1)

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