Rafael Muñoz Gómez.
(Publicado en La Provincia el 26 de abril de 1918, páginas 1 y 2)
Era el año 1850 cuando mis padres dispusieron enviarme con mis padrinos a esta ciudad, a fin de completar mi enseñanza, preparándome para, después, seguir la carrera del Magisterio, a la cual tuve desde niño una vocación decidida. Por entonces los Concejos provinciales o Diputaciones costeaban la carrera de maestro normal cada cuatro años a dos alumnos pobres que quisieran seguirla y que hubieran sacado en los exámenes de primera enseñanza notas de sobresalientes. Yo aspiraba a merecer tan alta honra y lo cual no pude conseguir por haberse derogado esa disposición al poco tiempo de hallarme en Huelva.
Fue mi maestro aquí D. José Hernández Hierro, hombre de clara inteligencia y de buena voluntad, que poseía, además de los conocimientos naturales de la carreta, el francés y el latín, puesto que de esas dos lenguas daba también lecciones. Yo me quedaba con él en las deshoras del medio día, dentro de la escuela, que por cierto se hallaba en la calle del Puerto, contigua a las ruínas del que fue convento de la Victoria.
Un día, que sin duda estaba de buen humor, me dijo sonriéndose:
- Agustín, ¿tú vas a ser maestro?
- Sí, señor; yo quiero serlo.
- ¿Y sabes tú la prueba que el Gobierno debería exigir á todo el que quisiera ser maestro de primera enseñanza?
- Creo que los conocimientos necesarios y una decidida vocación.
- ¡Bueno!; eso no está mal; pero también debiera exigirle pruebas de paciencia.
- ¿De qué manera?- pregunté yo.
- Muy sencillamente. El aspirante á maestro tenía que ser expuesto en la plaza pública, sentado en un pollete o asiento de piedra, desde por la mañana temprano hasta el anochecer, después del toque de oraciones. Todo el que por allí pasara tendría derecho a insultarle, á reírse de él, á tirarle puñaditos de arena y, por último, hasta escupirle en el rostro. Si resistía la prueba sin impacientarse, se le debía expedir el título enseguida. ¡Era un buen maestro! Y si no, de ningún modo.
- ¡Caramba! ¿Y quién podría resistir esa prueba?
- Los que fueran más pacientes que el mismo Job.
- Pues a pesar de mi vocación, no me sometería á ella.
Se echó a reír, me tomó el libro y pasé a dar mis lecciones correspondientes.
Muchos años después, en mi profesión de maestro, he recordado esta anécdota por el fondo de razón que en ella existe: para enseñar a la niñez se necesita saber, amor a la infancia y grandes virtudes. El irascible jamás podrá ser buen maestro.
Pero dejando aparte estas cosas que nada interesan á mis lectores, volvamos al estudio de esta ciudad, a lo que en aquel tiempo era Huelva.
Desde mi etapa anterior, pocas, muy pocas modificaciones había experimentado la ciudad, pues todo continuaba casi lo mismo. Las puértas falsas de las casas de la Vega, San José, Isabel II, Herreros y Calzada, así como también las de las Bocas y algunas del final de las calles Rascón y Ricos, eran bañadas por las aguas del río en las grandes mareas. Por eso nada tiene de extraño que en la cruz de la Placeta, en un grande aguaje, en el que soplaba también un fuerte vendaval, se hubieran amarrados alguno botes, porque esos sitios se hallaban inundados.
Hasta hace poco tiempo, en donde ahora está una tienda de juguetes, junto al Hotel Internacional, había una posada con un caño, por donde entraban las aguas de la marea hasta el centro de la misma calle.
La única modificación que Huelva había experimentado durante mi ausencia, era bien pequeña por cierto; una fuente exagonal sin agua, de argamasa y ladrillos, con su columna de piedra que remataba en una especie de tazón o concha, se hallaba construida en su centro; y en el final de la calle de la Calzada habíase terminado el muelle de mampostería con dos pequeñas escalas á derecha é izquierda, a las cuales podrían atracar los botes y lanchas, únicamente en la pleamar.
Lo demás seguía igual, enteramente igual: una cruz en la calle Rascón, otra frente a la ermita de San Sebastián y otra en lo alto de la Cuesta, para bajar á San Pedro, sin contar la de la Placeta y final de la Vega Larga; imágenes de Vírgenes y santos; la Dolorosa en la calle de las Monjas; la Soledad en la de Berdigón, que todavía subsisten; el Cristo de azulejos en la de En medio; San José en la de Hospital; la Virgen de Atocha en la de Palacio; la Santísima Trinidad, esculpida en piedra, al parecer, frente a la Concepción, y fuera de la ciudad, al final de la que ahora es Alameda Sundheim, un San Cristóbal, objeto de la devoción de las muchachas, puesto que algunas le ponían un ricito de cabello con el fin de que el pelo le pudiera crecer con más lozanía. Eso no es broma! yo se lo pregunté a una de ellas cuando hacía la faena de su ofrenda y esa fue la contestación que me dio.
El alumbrado público seguía siendo muy escaso; de trecho en trecho alguna farola con dos mecheros alimentados por aceite; pero los fieles, los devotos, lo completaban en parte, porque no había cruz, santo ni Virgen que no tuviera su correspondiente farolillo encendido todas las noches.
Como se ve, Huelva continuaba siendo un pueblo grande, con poco alumbrado y, por consiguiente, de noche con sus calles tristes y solitarias. A las once en invierno y a las doce en verano, la mayor parte de sus habitantes se hallaban recogidos dentro de sus casas respectivas; y los dos únicos serenos que entonces había costeados por donativos voluntarios del vecindario, cantaban la hora: “¡Ave María Purísima! Las once en punto y sereno”; o sin otras variaciones que las de “¡Ave María Purísima!, las doce han dado y nublado o… lloviendo”, anunciando de este modo las alteraciones atmosféricas.
Así, aunque estuviese uno dormido, al despertar por la potente voz del sereno, podía saber el tiempo bueno o malo que hacía en la calle.